La evolución democrática en Latinoamérica ha sido variada y, por qué no decirlo, contradictoria. La mayoría de las naciones del continente han sufrido en algún momento de su historia, el flagelo del autoritarismo, el caudillismo, la polarización y violencia política.
A pesar de ese pasado deprimente, podemos decir que en los últimos años, la democracia ha logrado posicionarse –salvo excepciones- como el único régimen legítimo de gobierno, no autocrático y de transferencia pacífica del poder.
La Carta Democrática Interamericana, creada en septiembre del 2001, constituye una clara ratificación de aquello, y un recordatorio para todas las naciones del continente, en cuanto a la importancia no sólo de promover la democracia en sus principios básicos, sino de protegerla de los problemas y riesgos que siempre la aquejan.
En Latinoamérica se han logrado incorporar criterios básicos en torno a las normas institucionales -limitaciones formales- de la democracia, como sistema de gobierno fundado en un Estado de derecho, con separación de poderes y respeto a los derechos humanos, civiles y políticos.
No obstante, aún existe una paradójica tensión entre esa dimensión procedimental y la dimensión informal de la democracia. Es decir, con su puesta en práctica en todos los espacios, que en definitiva muestra la real prominencia de una cultura democrática en una sociedad determinada. Así, según el último Latinobarómetro, en los últimos 15 años, las preferencias con respecto a un régimen autoritario a nivel latinoamericano no han disminuido de manera significativa (15%).
Lo anterior parece deberse por un lado, a las altas expectativas puestas en el sistema democrático durante los primeros procesos transicionales; y, por otro, al estancamiento en el desarrollo de una institucionalidad política que incluya nuevas formas de participación, más allá del sistema electoral tradicional. Ambos elementos han incidido en muchos casos, en una creciente desconfianza con respecto a los mecanismos electorales, sobre todo si han derivado en partitocracia, lo que genera la desvalorización de la democracia, no sólo por parte de electores decepcionados, sino también incluso de quienes actúan dentro del campo político.
Esto puede agudizar el desarrollo de una “cultura política antidemocrática” (como dice Jacques Rupnik), mediante la cual los consensos mínimos en cuanto a la democracia se debilitan, sobre todo en un contexto donde las demandas ciudadanas (crecientes) chocan con una nula o débil respuesta del sistema político. Esto, puede dar paso irremediablemente, al populismo, el caudillismo, e incluso el autoritarismo.
Parafraseando a Juan Gabriel Tokatlian, una paradoja de la democratización latinoamericana es que, al mismo tiempo que los gobiernos basados en el nepotismo pierden legitimidad, se produce el auge del personalismo, concentración del poder y el uso de tácticas políticas que producen ingobernabilidad.
Así, según el Latinobarómetro 2010, un 39% a nivel latinoamericano, considera que “ante una situación difícil está bien pasar por arriba de las leyes”. Lo paradójico es que esta idea muchas veces se manifiesta desde el propio poder político, de manera solapada, mediante subterfugios, pasando por sobre la propia institucionalidad democrática.
Y surge la pregunta en relación a la Carta Democrática Interamericana ¿Cuánto se ha promovido una cultura y ética democráticas? Es decir ¿Cuánto se ha promovido la dimensión informal de la Democracia en Latinoamérica?
La respuesta es compleja, pero se relaciona con tener presente que la dimensión formal de la democracia depende profundamente de cuán arraigada y extensa es la cultura democrática en una sociedad. Eso no tiene relación con pretender lograr el desarrollo de la virtud de cada cual -al modo griego clásico- en toda la sociedad, sino más bien con preguntarse cuáles son las instituciones que nos protegen de eventuales malos gobernantes y permiten un mayor desarrollo de una praxis democrática.
Parafraseando al jurista Luigi Ferrajoli, la dimensión procedimental de la democracia es necesaria, más no suficiente, pues las actuales democracias dependen no sólo de reglas formales, sino también de normas sustanciales.
A nivel latinoamericano, las normas formales parecen haberse establecido de manera concreta. Aun así, parecen existir vacíos entre su implantación y su puesta en práctica, que están determinadas por las normas informales que permiten su asimilación.
Es necesario entonces, no sólo promover normas formales en cuanto a la democracia, sino principios y limitaciones democráticas, que contribuyan a la promoción de una sociedad democrática, compuesta por individuos democráticos.
Hoy parece ser el momento. La democracia a nivel formal e informal (en diversas latitudes) vive procesos de cambio profundo. Las clases políticas tradicionales –con sus partidos y modos de hacer política y ser gobierno- se encuentran, en muchos casos, deslegitimadas, mientras los ciudadanos -de manera individual y organizada- parecen exigir más coherencia, transparencia y también mayor autonomía en cuanto al poder. Es decir, una mayor cultura y ética democráticas para sí y sus gobernantes.
Foto: Arribalasqueluchan / Licencia CC
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