En una misiva a un diario, Francisco Figueroa, candidato a diputado de Izquierda Autónoma, coloca nuevamente como condición para un diálogo unitario de la izquierda, con vista a una segunda vuelta presidencial, la previa autocrítica del socialismo chileno y de la izquierda de la Concertación y la Nueva Mayoría. Similar exigencia, en una entrevista a El Mercurio, realizó días atrás Jorge Sharp, misma militancia y alcalde de Valparaíso ¿Políticamente, son admisibles estos requerimientos? Claro que no.
Porque es una pretensión que exuda arrogancia política, surgida del ansia refundacional de una izquierda, generalmente joven, y maximalista. “Chile comienza con nosotros, el pasado reciente es nuestro adversario”, parece ser el rumor de fondo de las ideas y la acción de fuerzas que se asoman a la vida política con el ímpetu sanador de removerlo todo. Una novedosa propuesta, pero antigua en resabios que evocan lo que el historiador italiano Emilio Gentile llamó religión civil, referida al fascismo y extensible a los sistemas totalitarios. Es la misión sagrada (pero laica) que obliga al “clérigo”, límpido depositario, a demandar al inquirido el arrepentimiento (la autocrítica), o sea la admisión de culpabilidad antes de proseguir en la gracia de la fe, en este caso un credo político. Ha sido una práctica muy frecuente en los sistemas comunistas, y en antiguos procedimientos de la inquisición católica, hoy día en modo confesión, por lo menos en privado con el sacerdote. Baste citar las autocríticas de los intelectuales durante la Revolución Cultural en la China de Mao, o las contriciones muy bien ilustradas en la anterior Checoeslovaquia, o las experiencias en la Cuba castrista descritas por disidentes comunistas, como el poeta Heberto Padilla. Es un rito que se resume en lo que en los rituales revolucionarios se llamaba “la Triple R: revisión, rectificación y reimpulso”.
Ciertamente, la autocrítica debe ser pública para que tenga poder didáctico aplicable a la política, en nuestro caso al libre juego de la ventaja de quien no ha cometido errores, porque nada ha hecho. Ventaja que agrega el plus de cierta superioridad moral, conveniente a la hora de los consensos no sólo en la calle, también en las urnas. La opinión pública, las redes relevan a los antiguos Tribunales Populares.
Hay otro trasfondo en los condicionamientos de Figueroa y Sharp: la desvalorización de la historia reciente, tan frecuente en el discurso político de la izquierda radicalizada de hoy. El adversario tradicional (derecha, transnacionales, empresarios, etc.) son el telón de fondo necesario para el domicilio político de izquierda: el contrario es ahora el periodo Concertación/Nueva Mayoría, esa especie de interregnum entre la dictadura (ya poco citada) y la sociedad refundada sobre cimientos de la denuncia catastrofista y la pureza moral. El historiador francés François Hartog acuñó el neologismo presentismo para calificar esa visión que se abstrae o desdeña reconocer del pasado, pero tampoco diseña el futuro, por lo menos un porvenir preciso. El futuro presentista se esfuma en los vapores de una vaga ideología.
Se podría reconducir este discurso también a la añosa dicotomía revolución/reformismo, que ha enfrentado desde siempre a dos tipos de izquierda en el mundo. Pero ese será argumento (y pretexto) de una nota aparte.
Volviendo al tema de la autocrítica exigida, ¿el socialismo chileno y la izquierda concertacionista deben realizar este acto de pública contrición? Claro que no, por dos principales razones.
Es una pretensión que exuda arrogancia política, surgida del ansia refundacional de una izquierda, generalmente joven, y maximalista. “Chile comienza con nosotros, el pasado reciente es nuestro adversario”, parece ser el rumor de fondo de las ideas y la acción de fuerzas que se asoman a la vida política con el ímpetu sanador de removerlo todo.
Primero, por cierto que es positivo un balance crítico ante sí, ante la propia conciencia política. No lo es si constreñido por jueces terceros. El PS ya lo ha hecho desde su proceso de renovación en los años 80, cuando rescató y reinstauró su vocación democrática. Una mirada crítica que permitió revalorar la democracia y participar de la amplia alianza que terminó con la dictadura y abrió paso a la fórmula de centroizquierda que reformó profundamente el país. Fue un proceso autocrítico genuino, no dictado por una reclamación de eventuales aliados en un pacto electoral o de gobierno. Fue un proceso lento, no exento de laceraciones, alimentado por un debate rico de ideas y de emplazamientos.
Segundo, los años de la Concertación, y de la Nueva Mayoría luego, fueron el tiempo de un avance extraordinario en los derechos y acceso al bienestar de millones de trabajadores pobres, los sujetos centrales del socialismo. No se trata sólo de modernización del país (reconocida por todos), sino de arrebatar millones de chilenos y chilenas a la pobreza y escasez, facilitando su paso del reino de la necesidad al reino del mérito, al despliegue de oportunidades vedadas en toda la historia del Chile independiente. No da para arrepentimientos ni cenizas en la cabeza.
Cierto, hubo errores, limitaciones y cosas sin hacer. Esa es materia del obligado análisis del socialismo e izquierda concertacionista, para reformular su propio horizonte y diseñar una estrategia de más larga perspectiva. Un análisis crítico, riguroso, sin forzadas autocomplacencias, despojado de infructuosos ideologismos. Ante todo, un proceso interno, nacido de la propia percepción de que las cosas no están bien y que se debe cambiar ruta. No un procedimiento público ante magistrados portadores de la Buena Nueva que nadie sabe adónde lleva. Creo yo.
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