Mi paso por el campo de concentración Auschwitz II-Birkenau, así como el de cientos de miles de visitantes que han transitado por los restos de este centro industrial de exterminio y de horror, se estrella contra cualquier intento de articular lo inconcebible. Sobre él se han escrito miles de libros, artículos y ensayos y nunca será suficiente. Además de ser el cementerio más grande del mundo, se erige como un ejemplo sin precedentes de cómo ejecutar un genocidio organizado. Con los años, las cenizas de los restos incinerados de millones de personas se han confundido con la tierra dulce y adolorida.
Las preguntas, que nunca encontrarán el mínimo atisbo de respuesta, se atropellaban unas a otras en aquella tarde de lluvia en tierras polacas: ¿cómo pudo ocurrir? ¿cómo podemos llegar a considerar al otro como un ser inferior, a tal grado de encontrar legítimo y deseable el trayecto inexorable y directo hacia su aniquilación? Cualquier respuesta balbucea su pequeñez.
Muy rara vez nuestra limitada y autocomplaciente moralidad se ha elevado al nivel de una profunda y descarnada comprensión. Nosotros, los seres humanos, hemos mirado horrorizados el Holocausto nazi, sin dejar de lado un cierto relamido cinismo.
El eufórico triunfo norteamericano sobre el imperio nipón se cimentó sobre la masacre atómica de dos poblados ciudades japonesas. El avance por el Este de los soviéticos sobre Polonia en 1940 se erigió ultimando, uno a uno y de un tiro en la cabeza, a veintidós mil oficiales, artistas e intelectuales polacos, desarmados y prisioneros, en los bosques de Katyn. La lista pasada y presente es abrumadora. Los distintos órdenes sociales siempre se han consolidado sobre el desprecio de unos sobre los otros, haciendo reverberar la noción foucaultiana referida al antiguo principio de soberanía de “dejar vivir y hacer morir”. Para repudiar el asesinato masivo de unos y soslayar el de otros, es necesario desarrollar ese laxo relativismo moral, tan presente en la filosofía nazi, en la impronta estalinista (que muchos confunden con el comunismo que pregonaban Lenin y Trotski), en las dictaduras militares y, en la actualidad, en el sofisticado moralismo de nuestras tan preciadas culturas neoliberales.
No importa la escala en que se produzca, el grado en que se realice, los métodos y recursos que se utilicen. Siempre nos vemos enfrentados a la situación excluyente que confina a algunos seres humanos –generalmente, la mayoría- a las categorías sociales destinatarias del desprecio y de la subordinación. El valor de la vida es relativo, dependiendo de la posición social, política, económica y cultural. No hace falta construir otros Auschwitz II-Birkenau para constatar esta tragedia. El patrón del desprecio se expresa a diario, en nuestra indolencia en las calles con las personas en condición de indigencia, en nuestra resignación ante la explotación laboral, en nuestra aceptación del saqueo de los recursos en nuestros territorios y en nuestra admiración abierta o soterrada hacia aquellos saqueadores que sonríen triunfantes en las luminosas portadas de la revista Forbes. El desprecio se hace visible contra las mujeres, pueblos originarios, afrodescendientes, pobres, minorías sexuales, inmigrantes, discapacitados y contra otras categorías despojadas de su dignidad y de su valor social, cultural, económico y político.
No importa la escala en que se produzca, el grado en que se realice, los métodos y recursos que se utilicen. Siempre nos vemos enfrentados a la situación excluyente que confina a algunos seres humanos –generalmente, la mayoría- a las categorías sociales destinatarias del desprecio y de la subordinación.
En Chile, así como en muchos lugares del planeta, el desprecio hacia el otro está cada vez más cuestionado. La historia de nuestra república está plagada de situaciones, donde la existencia del otro (o de la otra) ha sido destinataria de la muerte o de la lenta y prolongada agonía social. Desde los centros de tortura y exterminio en dictadura, hasta la histórica represión del pueblo mapuche y el desenfreno de un modelo de desarrollo que arrasa con recursos, culturas, personas y comunidades. Perdonen la insistencia: nuestro cinismo se puede estirar hasta el infinito, como el húmedo canto de sirena que primero nos cautiva, para luego estrellarnos contra los gruesos roqueríos de nuestra pobreza moral.
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Imagen: Obra del pintor mapuche Eduardo Rapimán
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SIMON ORTEGA A.
OSCAR MIS FELICITACIONES POR ESTE ARTICULO QUE NOS PONE COMO SERES HUMANOS FRENTE A NUESTRO CINISMO POR NUESTRA NOMAL INDIFERENCIA EL SER HUMANO ES EL ANIMAL MAS DESTRUCTIVO DE LA NATURALEZA AL EXTREMO QUE ESTAMOS TODOS INVOLUCRADOS EN EL COLAPSO GLOBAL QUE VIVIMOS, TAMBIEN SOMOS INDIFERENTES ANTE LAS VIOLACIONES GENOCIDAS DEL SIONISMO ISRAELI EN CONTRA EL PUEBLO PALESTINO CON LA COMPLICIDAD DE USA. EUROPA Y OTROS, ESTE CINISMO DEBE TERMINARCE UN SALUDO SIMON.