La catarsis, era en la Grecia clásica un estado de purificación espiritual con una enseñanza vital. Esta condición se producía presenciando una obra de teatro trágica; en ella se escenificaban los horrores que sufrían los mortales por creerse dioses. La enseñanza catártica consistía en no padecer la desmesura de los orgullosos para no padecer sus horrores.
En los 25 años de postdictadura, los herederos del dictador, Augusto Pinochet, han dominado todas las esferas del poder con una arrogancia tan endiosada como turbadora. La génesis de este poder estuvo en las privatizaciones de las empresas estatales, rematadas para el selecto séquito pinochetista en una acción de auténtico saqueo. Fue el inicio del ultraneoliberalismo made in Chile; primer país que lo implementó. Si hay una característica notable en el tsunami de corrupción, es que los corruptores son grandes empresarios herederos del pinochetismo: los conglomerados económicos privados más poderosos de Chile (más del 70 por ciento del PIB del país) han administrado y distribuido la corrupción a todo el arco político. Son los corruptores; si hay corrupto, obvio, hay corruptores.
El juicio a miembros importantes de esta (ex) intocable élite, ha sido para la ciudadanía tan insólito como inquietante, originando una genuina catarsis colectiva: es el omnipresente y temerario poder fáctico que está en el banquillo de los acusados, el selecto clan que, en rigor, ha cogobernado en las sombras del poder formal y con un torrente perenne de dólares, los 25 años de postdictadura. El periódico británico The Guardian los clasificó como los “Padrinos de la derecha chilena, hijos de Pinochet”.La esencia de la institucionalidad pinochetista, es vetar reformas estructurales que garanticen la repartición equitativa de la riqueza y del poder bloqueando cualquier reforma estructural o cambio institucional. La crisis política de credibilidad y legitimidad será sistémica mientras la institucionalidad esté radicada en la Constitución antidemocrática de la dictadura; el zapato chino de la democracia postdictadura.
¿Alguien hasta hace poco podía imaginarse que los omnipresentes “hijos de Pinochet” estarían siendo televisados cuando ingresan a una prisión estándar como cualquier vecino? Los ojos de la ciudadanía, que han seguido los juicios en directo por la TV, no han pestañeado ni una sola vez: una catarsis general ha recorrido Chile.
El pacto político que piden en un intento de blanquearla y cesar, según ellos, la “peor crisis institucional de la democracia postdictadura”, sería la contaminación total del sistema y abriría el país al peor populismo, de izquierda y de derecha. Pero ¿se puede afirmar que estos casos de corrupción sean la causa de una “crisis institucional”? o ¿no son más bien la punta del iceberg, y, que, en rigor, la “crisis institucional” ha sido permanente por la institucionalidad , consagrada en su Constitución de 1980; vigente aún después de 25 años de postdictadura?
En efecto, el descrédito de las instituciones de la democracia y de la política, con la pérdida de la confianza ciudadana, se fundamenta en la desigualdad social obscena producida por la perpetuación del status quo institucional que heredamos de la dictadura. Un sistema ultraneoliberal, santificado en la Constitución de 1980, donde, en rigor, no existen ciudadanos con derechos sino sólo ciudadanos consumidores; y donde derechos básicos como la educación, la salud y las pensiones, son tratadas como bienes de consumo y no como derechos garantizados.
Este inmovilismo político crónico que produce la institucionalidad de la dictadura terminó con la ciudadanía percibiendo la democracia como un sistema que defiende sólo los intereses corporativos de la élite político-empresarial (el 1,11% que se lleva el 57,7 por ciento del ingreso total del país; una acumulación del capital sin precedentes) y no los intereses de toda la ciudadanía (el 98,8 % que recibe sólo el 42,3 % del ingreso total del país; una desigualdad en el ingreso insostenible) (*).
La esencia de la institucionalidad pinochetista, es vetar reformas estructurales que garanticen la repartición equitativa de la riqueza y del poder bloqueando cualquier reforma estructural o cambio institucional. La crisis política de credibilidad y legitimidad será sistémica mientras la institucionalidad esté radicada en la Constitución antidemocrática de la dictadura; el zapato chino de la democracia postdictadura.
El reciente anuncio presidencial de implementar una cascada de leyes para proteger la probidad pública y privada, se transforma en una reforma estructural tan necesaria como las demás de la administración bacheletista, y apunta a institucionalizar la necesaria transparencia en la relación entre estas dos esferas. El otro anuncio, la puesta en marcha de un proceso constituyente que finalice en el diseño ciudadano de una nueva Constitución, abre el país a su plena democratización y cierra el inacabado proceso de transición a la democracia poniendo fin a la institucionalidad pinochetista salida de la barbarie y el latrocinio. Del éxito de estas reformas depende si se entra a un ciclo político institucional de credibilidad y legitimidad sancionada democráticamente por la ciudadanía o a una crisis institucional terminal sin retorno, de consecuencias tan inéditas como deplorables, si fracasan.
Chile es un país de gente resiliente, y la crisis política institucional que culmina en la corrupción, ha otorgado a la ciudadanía el privilegio de ostentar el beneficio de una catarsis colectiva purificadora: los corruptores están siendo sancionados por la Justicia; el delito: la arrogancia de haberse creído que por ser dueños del Dios Dinero, eran dioses con pasaporte al paraíso de los intocables, sintiéndose que estaban por sobre los mortales y sus leyes. Esta catarsis purificadora chilensis, nos ha otorgado esta enseñanza única e imperecedera.
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