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Conflicto mapuche: la negligencia del estado

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Uno de los temas que tenemos pendientes como sociedad chilena es abordar la problemática mapuche y la génesis de los problemas entre el Estado y el pueblo araucano se remonta hace varios siglos atrás. Como ciudadano no solo me preocupa la falta de seriedad política para abordar este tema, sino que también los niveles de violencia y crispación que han vuelto a la Araucanía en un campo de enfrentamiento de diversos intereses: por un lado el pueblo mapuche y, por otro, el estado que asume una lógica más represiva que política. Ahora bien, si buscamos culpables entre los actores de este conflicto podemos ver que ambos cometen errores que distancian la posibilidad de una salida política.

El Estado chileno se ha empeñado en construirse sobre la base de la anulación de las diferencias, sin reconocer la importancia histórica y cultural que tiene el pueblo mapuche. Lo que busca el aparato estatal es mantener una postura intransigente frente a las demandas mapuche y, para colocar más carbón al fuego, esa postura implica unos niveles de represión que solo ayudan a que los más afectados sean aquellos que pertenecen a la sociedad civil.

La tarea del estado democrático -aquí adhiero con lo planteado por Fernando Mires- no puede ser la de suprimir pueblos y culturas sino la de organizar la convivencia pacífica entre diferentes pueblos y culturas. Dicha organización pasa necesariamente por otorgar autonomía a las diferentes minorías que pueblan una nación, pues la autonomía garantiza el libre desarrollo de una cultura y además asegura su propia existencia. No obstante, la autonomía requiere de un espacio para ser ejercida. Y es allí donde radica el fondo del problema: el Estado chileno, a lo largo de su historia, le ha usurpado territorios al pueblo araucano que eran parte de su desarrollo cultural, económico y social. Así como dijo una vez el ensayista José Carlos Mariátegui: El problema del indio es el problema de la tierra.

Ahora bien, los mapuches en su arrebato por reivindicar aquello que le ha sido quitado han cometido el craso error de actuar dejándose llevar la violencia. Es un error por dos razones fundamentalmente. En primer lugar, el pueblo mapuche por medio de la violencia desacredita sus demandas, ya que la violencia en una democracia no es solución ni mucho menos alternativa. En segundo lugar, el pueblo mapuche con la violencia abandona el diálogo como condición política, lo que supone que el acercamiento entre las partes sea más difícil, ya que el motor de la democracia es el consenso y, para que pueda haber consenso, se necesita del diálogo.

El Estado postcolonial latinoamericano ha adoptado ciertos principios que le son inherentes, los que se traducen en que “la existencia de pueblos y culturas diferentes a las que supone como propias el Estado nacional contribuyen a debilitar el principio de unidad nacional y en consecuencia atenta tanto contra la seguridad interior como contra la exterior de una nación”. No obstante, este principio, se aleja de las múltiples experiencias. La existencia de culturas diferentes e independientes es constitutiva de la propia idea de nación, la nación culturalmente homogénea no existe y son los proyectos de homogeneización de diversos tipos, ya sea cultural, ideológica o social, los que atentan contra la seguridad interior y exterior de los estados. Por último, el principio de homogeneización tiene su origen en actos de fuerza que lleva a una nación no solo a suprimir las relaciones de comunicación democrática, sino a vivir en permanente estado de guerra interior.

En lo que se refiere a las llamadas minorías culturales, el conjunto del orden democrático depende de la conservación y el respeto de algunas llamadas despectivamente “subculturas”. Podría decirse de cada Estado: “Dime como tratas a tus minorías, y te diré cuan democrático eres”.

Si no aceptamos o condenamos las diferencias, un pueblo o grupo cultural vive discriminado o es obligado a asimilarse a la cultura dominante. La mayor parte de las luchas indígenas han tenido lugar no porque pueblos y culturas se encuentren integrados en otras naciones, sino al revés, porque esas naciones no han podido o sabido integrar a sus pueblos y culturas. Nuestro estado y también la sociedad chilena, carga con la culpa de no poder reconocer las diferencias culturales de otros pueblos; todavía los estigmatizamos y los discriminamos y ni siquiera los reconocemos constitucionalmente. Es bueno saber y tener claro que la intransigencia de determinados estados nacionales en hacer coincidir de modo total la nación política con la geográfica, con la cultural y, en algunos casos, hasta con la racial, es la que ha terminado por provocar las más grandes catástrofes a lo largo de la historia.

Por último, como ciudadano anhelo y aspiro que la sociedad civil no sufra la negligencia de un Estado que se empeña en homogeneizar culturalmente y socialmente al pueblo mapuche, porque duele ver cómo la gente pierde sus fuentes de trabajo; cómo viven constantemente atemorizadas por el clima de violencia que se ha tomado los rincones de la Araucanía; la impotencia que produce la muerte de ciudadanos que no son culpables del conflicto. Chile debe empeñarse en construir un diálogo fraterno con sus culturas, asumir la integración como un desafío que solo produce el enriquecimiento de la sociedad chilena. Porque la valoración de una democracia radica en la capacidad de coexistir con lo distinto.

En lo que se refiere a las llamadas minorías culturales, el conjunto del orden democrático depende de la conservación y el respeto de algunas llamadas despectivamente “subculturas”. Podría decirse de cada Estado: “dime como tratas a tus minorías, y te diré cuan democrático eres.”

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