Las cifras de apoyo de la última encuesta CERC debieran hacernos reaccionar.
Cuando un gobierno tiene un 22% de apoyo, claramente entendemos que su gestión no es del agrado de los ciudadanos. Pero que la oposición tenga un 11% de apoyo es una señal inequívoca de que las cosas no andan bien en el nivel de representatividad que el mundo político completo ofrece.
La ciudadanía, tras el retorno a la democracia, acoge la invitación a retomar la vía republicana donde por la vía de las elecciones libres confía el avance de ésta al conglomerado que mejor representa sus ideales de desarrollo. Por veinte años lo fue la Concertación, la que termina con una derrota en las elecciones a pesar de salir la Mandataria con uno de los apoyos más importantes de los que se tenga memoria.
Asume la que hasta ese momento era la coalición opositora, tomando el poder un sector distinto en nuestro espectro político. Sin embargo, y a pesar del milagro del rescate minero, el apoyo del nuevo mandatario va en caída libre. Pero no sólo el de él, sino que también el de su coalición y el de la oposición.
Matemáticas mediante, podemos apreciar que un 67% rechaza a uno u otro sector político. ¿A qué se debe este rechazo?
Simplemente a que existe un desprecio a la clase política y a su labor que muchos consideran poco fecunda. El país, por cierto, ha tenido avances sustantivos desde el retorno a la democracia, pero muchos no entienden si esto se hubiese dado en forma natural con o sin la participación de nuestra clase política. Es decir, no se percibe su injerencia en aquello.
Pero nadie reacciona. Es posible pensar que habiendo mecanismos como la inscripción voluntaria en los registros electorales, pocos la utilizan. ¿Y será acaso indignación al modo español lo que uno esperaría? No. Lamentablemente, tan sólo es desprecio.
El desprecio al que me refiero está relacionado a la total y absoluta indiferencia a lo que ocurre en esta esfera. A nadie le importa quién está en el poder o en la oposición. Nadie cree en los mismos rostros de siempre, apoyados en los mismos partidos de siempre, en una papeleta de votación que coincidentemente nos ofrecen los mismos de siempre.
Ese es el problema. Son los mismos de siempre.
Llevamos más de veinte años viendo a los mismos de siempre en un permanente juego de gato y ratón. Un modelo de juego donde la ciudadanía se ha saturado porque ha tardado en darse cuenta que no sólo participa como espectador, sino que además, como financista.
Dado que no hay nuevas ideas, tampoco surgen nuevos liderazgos. Una ciudadanía hastiada de promesas electorales, de sonrisas perfectas en publicidad que posteriormente desaparecen hasta la nueva elección o, lo que es peor, asoman en medio de escándalos, ya no cree en un modelo político que antiguamente se sostenía en ideales.
Somos testigos, salvo honrosas excepciones, de señores y señoras que cuidan su patrimonio político como quien cuida su parcela. Y lo hacen bien, pues se mantienen.
¿Qué le espera a Chile en este escenario tan poco positivo? Simplemente despreciar a esta casta que no permite tiraje en la chimenea ni avance en nuestro propio proceso social. Sí, despreciar, pues no existe odio ni resentimiento en quienes no han sido capaces de modificar un ápice aquello referido al desarrollo de una nueva referencia ideológica e incluso moral que nuestro país requiere.
Ver abusos de conglomerados económicos, tristes discusiones políticas casi bizantinas en los canales de televisión y el crecimiento de la sensación de inseguridad e impunidad de todo tipo de delincuentes – de cuello y corbata también – no aportan a otorgar crédito a esta clase, lejana, arrogante e ineficiente.
Veamos qué podemos hacer si aquellos no reaccionan.
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Foto: Insurgencia Gráfica / Licencia CC
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