Te conocí, Camilo, una noche joven de 1991, antes de que se realizaran las primeras elecciones parlamentarias de la transición. En Antofagasta, donde he vivido siempre, en el local de Partido, en la calle Prat, junto al Supermercado Las Brisas.
Era una reunión medio privada, los Almeydas de la época persistían en la clandestinidad y la compartimentación en la que había vivido tanto tiempo. Yo venía de la Izquierda Cristiana y no era parte del grupo y, por supuesto no tenía mucha idea de quién eras, pero en el ímpetu juvenil asistí entusiasmada por tu amistad férrea y la fe inclaudicable que «Los Cacos» tenían en ti.Acabo de leer en un medio de Edwards que hablas de ingratitud, Camilo… De ingratitud.
Los Cacos eran dos hermanos, que habían sido reintegrados a la Universidad, en el proceso de reparación a los jóvenes que una década antes habían sido secuestrados, torturados y relegados por luchar contra la dictadura, y que, a pesar de ello, habían seguido luchando por levantar el Partido Socialista en la clandestinidad y que lideraban un sector fuerte en la ciudad y cuyo vínculo con el Partido a nivel nacional eras justamente tú, puh, Camilo.
De lo que se habló en esa reunión no tengo mucha memoria, pero sí recuerdo que, a pesar de que no impresionabas por el contenido de tu discurso, sí parecías un hombre idealista, afable, cándido, y que pasados tantos años, seguías exhibiendo como tu mayor pergamino el haber sido Presidente de las Feses, derrotando a Andrés Allamand.
Y nos conquistaste, Camilo, no por la profundidad de tus ojos verdes (como a Pedro) sino que por esa ingenuidad campechana que acompañaba el apoyo irrestricto que estos dos hermanos inolvidables, duros, recios, leninistas, coherentes hasta la muerte, te daban.
Y pasó la vida. Y mientras te convertías en diputado, en Presidente del Partido, en diputado nuevamente, en Senador… En Presidente del Senado y tantos otros etcéteras, cada uno de los jóvenes y viejos presentes en aquella mágica reunión, tomaba rumbos distintos, algunos de sobrevivencia, otros se acomodaban a los nuevos tiempos conservando en su memoria el recuerdo épico de lucha estudiantil o poblacional.
Una tarde, harán 15 años, me encontré en la UCÍ del Hospital Regional con el Caco Chico, nervioso y callado, contenido. Me contó que el Caco Viejo había sido diagnosticado hacía unos días de un tumor en el cerebro y que no había mucha vuelta. Le pasé a ver y conversamos largo y distendido con aquel hombre a quien las torturas le habían dejado una cojera permanente.
A mí, los Cacos me daban harta reverencia. Habían persistido en su mirada marxista del Partido. Eran gente instruida, brillantes tras sus trajes siempre café de Carmelos Descalzos del leninismo, que parecían siempre un poco jueces respecto de nuestro entusiasmo pueril de que era posible y sencillo construir una sociedad distinta.
Aquella tarde, el Caco reía tranquilo y descansado. Me contó de modo paradojal, que cuando lo habían relegado había sido un cura quien lo había acogido. Le comenté mi amistad con el Padre José Sirvin y me pidió que lo visitáramos.
Y así fue como cada miércoles durante tres meses fui testigo privilegiada de las conversaciones acerca de lo humano y lo divino entre el Caco Viejo y este sacerdote maravilloso que me ha acompañado en la vida… hasta que el Caco Viejo se apagó… El mismo día del cumpleaños del Padre José.
Se apagó, Camilo, en la misma casa de barrio marginal donde solías visitarlos antes de ser famoso, cerca del mismo teléfono con el que te llamaron tantas veces, pero que una vez que accediste al poder nunca más contestaste.
En su funeral, recibió los honores de los jóvenes y viejos del Partido que le recordaban con cariño y respeto y de los jóvenes para quienes él había sido un ejemplo.
Aquella tarde, por supuesto, Camilo no estuviste. Ya no habías estado, nunca más.
Acabo de leer en un medio de Edwards que hablas de ingratitud… De ingratitud…
Te miro, como tantos…
Caíste, Camilo, caíste... tan tontamente como has vivido.
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