Si hay un concepto con buena prensa, como dicen los asesores de imagen, es el del consenso. Leer la palabra en un titular, más aún si versa sobre un tema controversial, es motivo más que suficiente para sentir satisfacción. Para creer que vamos por buen camino. Un consenso es, por definición, “un acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos”. ¡Qué más necesario que un acuerdo entre todos, lo que por esencia es distinto a la imposición! Por eso, para muchos debe ser extraño que diversos dirigentes sociales y políticos hablen hoy del fin de la política de los consensos, finiquito que plantean como fundamental. De paso, califican la época post dictadura como una en que se forzó la sintonía nacional, con el cuco de la ingobernabilidad, tanto por la posibilidad de no aprobar ley alguna en el Congreso como de los poderes fácticos (militares, empresariales, eclesiales), haciendo de las suyas para aguar la fiesta exitista de la transición.
En realidad, los consensos y los acuerdos son necesarios. Es a lo que se debe propender, pero siempre en un contexto donde quienes dialogan tengan un mandato real y no falseado por un sistema electoral antidemocrático, y donde las partes estén en igualdad de condiciones para negociar. Me explico. El actual Congreso Nacional, escenario por excelencia de los acuerdos, se conforma mediante los mecanismos establecidos (en términos estrictos, impuestos) por el régimen de Augusto Pinochet. Uno de ellos es el sistema binominal (entre otros amarres, como las leyes que regulan los partidos políticos y las elecciones) que permiten que, por ejemplo, hoy, en la Cámara Baja, la Unión Demócrata Independiente, con un 22,3% de los votos, tenga 39 de los 120 diputados, es decir, un 32,5 %. Esto ocurre porque el sistema binominal obliga a la lista más votada a doblar a la que le sigue (independiente de que individualmente cada uno de los dos candidatos de la primera superen a sus contendores de la siguiente) para obtener los dos escaños. En la práctica, una lista que obtenga el 34 % de los votos alcanzará en el Congreso (y en su posibilidad de cambiar la Constitución, aprobar o rechazar leyes, y nominar a los integrantes de importantes instituciones del Estado) la misma representación parlamentaria que una que logre el 66 %.
El principal argumento de quienes defienden este sistema es la gobernabilidad; ello obliga a quienes quieran integrarse efectivamente al Parlamento a aliarse con uno de los dos bloques mayoritarios, porque de otra forma se es un paria del sistema político real. Excepciones hay, como el senador independiente Carlos Bianchi. Pero tan difícil es que ocurra, que siguen siendo eso, excepciones. La pregunta que alguien se podría hacer es, al carecer este sistema del sentido de mandato popular efectivo, ¿por qué no lo han cambiado? Simple, porque para modificarlo es necesario contar con el quórum máximo: tres quintos de los diputados y senadores en ejercicio. Y mientras no tengamos otro mecanismo, seguiremos con un Parlamento antidemocrático, que mantendrá el sistema y así hasta el fin de los tiempos…quisieran.
Y aunque en ocasiones también han sido beneficiados candidatos que no son de la Alianza (como el ex PPD René Alinco, que en la última elección salió tercero, luego de David Sandoval y Pablo Galilea), lo concreto es que estamos políticamente secuestrados por dos conglomerados, donde uno incluso tiene más parlamentarios que votos. El sistema binominal es injustamente coherente con la política de los consensos. Esto, debido a que es obvio que a quienes se benefician o están de acuerdo con las leyes tal cual salieron del horno del gobierno de Pinochet (muchas veces incluso han participado en su redacción) les acomoda mantenerlas. El consenso obligado agrega a su sobrerrepresentación el derecho a veto. La consigna es que mientras no estemos todos de acuerdo, no hay cambios. Y, aunque lleguen a ser minoría, como se requiere la venia de todos para avanzar, al final no se da paso alguno. Lo hemos visto en múltiples situaciones: las leyes electorales, la descentralización y democratización, las leyes en salud, educación, previsión, los códigos de agua, eléctrico, minero, la regulación del mercado y las prácticas del gran empresariado. Qué mejor ejemplo que la propia Constitución.
Seguir hoy buscando consensos con quienes quieren sólo cambios cosméticos y no de fondo, significará postergar indefinidamente lo quela ciudadanía exige en la calle porque los pasillos del Parlamento le son ajenos.
Por eso, cada vez que lea en un titular la palabra consenso, desconfíe. No vaya a ser un acuerdo con pies de barro, que cambiará la fachada, mas no la esencia de este modelo de sociedad que de alguna forma hay que cambiar. De alguna.
Nota elquintopoder.cl: Si apoyas se ponga fin al binominal, te invitamos a adherir a la acción de Daniel Manouchehri #ChaoBinominal
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