Este 8 de marzo miles de miles de mujeres marcharon por la ancha Alameda de Salvador. Mujeres diversas en un festival de colores y lienzos con sus demandas, con el listado de deudas pendientes de larga data.
Mientras esa marcha avanzaba a paso lento por la arteria más importante de Chile, el gobierno hacía su propio acto en la Plaza de la Constitución.
El público privilegiado tenía sillas para escuchar las palabras de una Presidenta que dando la espalda a la Alameda, saludaba a la concurrencia siempre tan fiel: la militante destacada, la mujer que recibió ese beneficio que tanto esperaba, las concejala del conglomerado, la larga línea por la que se despliega el poder, siempre de arriba hacia abajo, aplaudía con estertores el listado de logros.
Era imposible pensar que el sufrimiento de la presidenta no iba a traer daños a terceros, que la escena pública no se iba a ver resentida y que los voraces iban a dejar pasar tan preciada oportunidad: esto es y funciona así.
Política del espectáculo, despliegue escénico perfecto, nada se escapa ni queda fuera de lo que se define como postal del gobierno feliz y autocomplaciente. En la plaza se despliega una exposición de fotos que muestran registros no oficiales del gobierno. Todo tan espontáneo, todo tan amigable. La presidenta recibiendo la laca de su peluquera sobre la chasquilla, los ministros informales sonriendo a lado de la gente sencilla, esa misma que no le dio el voto para perpetuar en el poder al conglomerado: tropa de mal agradecidos.
Todos los dispositivos dispuestos para la imagen de la “familia perfecta”, al menos eso sí lo supo hacer bien el equipo de comunicaciones, sí , el mismo que en el caso Caval demoró días en retornar de sus vacaciones, mientras sin saberlo, el poder, se les comenzaba a ir entre los dedos.
Tal vez ese acto es la mejor metáfora de un gobierno que fue presa y víctima de haber creado un ghetto de serviles. Rodeados de voces lisonjeras, de los que todo lo encuentran bueno, fantástico y que dicen a todo que sí para no perder el puestito que se le ha asignado. Saben de lo impropio, se pasean entre árboles torcidos, pero guardan silencio cómplice, dando la espalda hasta a los propios por salvar su puesto sobre la silla.
Lealtades cruzadas, enredos de favorcitos de mayor o menor envergadura entre unos y otros, sillas musicales para los puestos de la administración pública, listas de excluidos, arrogancias de jefecitos de segunda categoría, retribuciones por afecto cada vez más evidente, silencios incómodos, quedarán en el recuerdo de su mandato, pero vamos, así se estila, nada es tan pulcro en el ejercicio del poder, por más que los modelos de nueva gestión pública así lo pregonen.
“La Presidenta es buena, si los malos son los que la rodean”: así la defienden, como si fuera posible, cómo si en cada decisión errada, en cada promesa incumplida, no hubiera daños colaterales. No crucifico a nadie, yo misma muchas veces dije eso, pero aprendí, a porrazos, como mejor se obtienen las mejores lecciones.
Nada resulta bien en la política de invernadero, estas elecciones así lo demostraron. El poder se pierde si las crisis no se enfrentan de manera rápida y con soluciones drásticas, por más que duela el alma, por más que el desagarro del dolor provocado por el hijo acarree horas de insomnio, pena y decepción.
Era imposible pensar que el sufrimiento de la presidenta no iba a traer daños a terceros, que la escena pública no se iba a ver resentida y que los voraces iban a dejar pasar tan preciada oportunidad: esto es y funciona así.
La presidenta Bachelet termina así su gobierno, en su zona de confort, en ese espacio protegido rodeado de personas sentadas en sillas cuyo vapor pegado al vidrio le impidió ver y escuchar a un Pueblo. Termina rodeada de los incondicionales, de espalda a la Alameda llena de Pueblo , de ese mismo Pueblo que hace 4 años la llevó a La Moneda.
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