¿Lograremos dejar atrás el inmenso poder fáctico, independiente del gobierno de turno, que tienen los voluptuosos grupos económicos omnipresentes en cada producto y mensaje de nuestra nación? La mesa está servida.
Han pasado semanas desde que el país –o al menos un reducido universo de él- ungió a Michelle Bachelet, tras el balotaje, como la “nueva” presidenta que regirá nuestros destinos desde el próximo 11 de marzo. Fue, aquella la de la elección, una jornada de aires enrarecidos. Por una parte, los ciudadanos tenían, una vez más, la posibilidad de plasmar su opción política en la papeleta; por otro lado, la adhesión al proceso republicano fue escasa. Y es precisamente este aspecto un factor tremendamente preocupante si consideramos que la alternativa de la Nueva Mayoría obtuvo la Primera Magistratura con el 62 % de las preferencias, versus un 37,8% de Evelyn Matthei, de una participación en torno a los 5 millones y medio de personas. Es decir, ambas cartas políticas se disputaron menos de la mitad del padrón electoral habilitado para sufragar: 13.573.000 personas, según datos del Servel.
Estos porcentajes no solo son magros y denotan un problema creciente que afecta directamente al alma de nuestra democracia, el abstencionismo, sino que también nos hablan de un empobrecimiento mayúsculo respecto de la conceptualización nacional de la importancia del voto y sus derivados. Sé que puede sonar como una manoseada lección política establecer que el ir a votar constituye un “deber cívico”, o que “si no votas, no opines”. Las dos frases, situadas en un mismo nivel ético -y estético- entre sí, emergen con la evidente intención de enrostrarle a ese electorado que decidió abstenerse que son unos “irresponsables” y que no “merecen” criticar o admirar las obras que se acometen sin sus “consentimientos”. Si bien es cierto el problema no está en esa dicotomía algo odiosa e insípida para castigar conceptualmente a alguien, que además hoy día tiene el amparo legal para no acudir a las urnas debido a la voluntariedad del voto, sí el intríngulis radica en un fenómeno conceptual.
Es, lamentablemente, de una exigua comprensión cívica no valorar el rito republicano de marcar tú preferencia en la papeleta. Ese hecho sí puede cambiar el derrotero de una nación, su proyección y las reglas del juego con las cuales pretendes conseguir tales cambios. Aquella tarea de mejorar la comprensión y una revalorización del acto de votar es misión de la sociedad en su conjunto; es misión en nuestras escuelas y universidades; es misión en cada uno de nuestros hogares; es misión en nuestras conversaciones sociales y relajadas de cada fin de semana. Sin embargo, algunos respetables estudiosos, como el Premio Nobel de historia Gabriel Salazar, a quien leo con atención, arguyen que el abstencionismo manifestado tanto en las elecciones Municipales de 2012 como en la primera y segunda vuelta de las Presidenciales, es una conducta que refleja disconformidad y protesta. Al respecto, comparto esos postulados, y les añado, además, una displicencia absoluta mezclada con un alto grado de desesperanza y escepticismo hacia la clase política. Y hay más. Un matiz: no sentimos propio el proceso eleccionario. En los tiempos que corren ya no es de vida o muerte participar, o al menos esa es la percepción general. La ciudadanía que prefirió, válidamente, insisto, ir a disfrutar de un precioso día de playa y no votar, lisa y llanamente no tienen un arraigo potente con las elecciones. No sienten que se está jugando algo importante. Ven con tranquilidad que su vida continúa sin alteraciones ante los cambios de gobierno y sus signos. Dicha desvinculación es responsabilidad, además de los factores antes mencionados, del alejamiento sistemático de los políticos con la gente; de los políticos con los problemas cotidianos de la gente; del apego irrestricto a las cifras y no a las personas; al crecimiento y no al desarrollo; al exitismo y no a la superación contextualizada de cada cual; al cálculo político electoral; a la zancadilla política; al dinero; al “cuánto tienes, cuánto vales”, y no al “quién eres, cuánto vales (como persona, claro está)”.
La solución, como lo han planteado múltiples figuras políticas, no pasa por otorgarle a la ciudadanía, durante las jornadas eleccionarias, mayores facilidades para sus desplazamientos hasta los lugares de votación, ni menos utilizar el vehículo del incentivo económico como fin para marcar la preferencia en la papeleta. Y por ningún motivo abolir la reciente ley de Inscripción Automática y Voto Voluntario. Esta última medida no haría otra cosa que lesionar severamente nuestras aspiraciones de convertirnos en una democracia moderna, autónoma, inclusiva y grande si pretendemos limitar y dirigir las decisiones de las personas de forma paternalista. Chile ya es un joven en etapa pueril, no un lactante.
Sin embargo, un factor que me preocupa de sobremanera es nuestra estructura social. Si logramos que haya una mayor participación y valorización del voto, rápidamente nos veremos enfrentados a la siguiente problemática: ¿Podrá cambiar esa acción la composición social y económica de carácter endogámica, jerárquica, e inicua de nuestro país? ¿Lograremos dejar atrás el inmenso poder fáctico, independiente del gobierno de turno, que tienen los voluptuosos grupos económicos omnipresentes en cada producto y mensaje de nuestra nación? La mesa está servida.
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