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41 años no es nada

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El día 9 de septiembre recién pasado, a dos días de un nuevo aniversario del Golpe Militar, el diario La Segunda lo hizo una vez más, sacó a relucir toda su artillería sediciosa y colocó un titular de aquellos que a los más conscientes, informados y antiguos, conocíamos de sobra con el tristemente célebre “Exterminados como ratones”. La Segunda lo hace porque ha pasado libremente las generaciones reiterando la estrategia de la manipulación de la información, el montaje y la mentira. La Segunda lo hace porque se mueve en las aguas de la prensa chilena con la más absoluta impunidad.

¿Y cuál es la causa de la impunidad? Podría, con un exagerado poder de síntesis, decir simplemente que porque las bases que sustentan el Estado de Chile son ilegítimas, pero me interesa desarrollar un poco esta consigna que, a mi entender, es el motivo principal de nuestra situación permanente. Impunidad significa dejar sin castigo un crimen, un hecho que amerita una sanción. Cuando esto sucede, no sólo se corre el riesgo de que se puedan reiterar en su accionar los autores de tal hecho, sino que la sociedad toda se ve empujada a, finalmente, restarle gravedad a la acción que debió ser sancionada, aceptándola, naturalizándola, justificándola, deseando su reiteración si es necesario.

La historia nuestra está repleta de acontecimientos que bien merecían ser investigados y, tras un análisis suficiente, determinar si requería la aplicación de medidas y la calidad y extensión de éstas. Para no remontarme a los albores de la patria, para no hablar de Portales, para no hablar de la conducta del Estado chileno en la llamada “Pacificación de la Araucanía”, para no hacer siquiera mención a las matanzas de la primera parte del siglo XX a los trabajadores, como la de la Escuela Santa María de Iquique, ni hablar de revueltas y estallidos con resultado de muerte, de Ibáñez, de González Videla, de Puerto Montt, me detendré en  ese episodio que conmemoramos hoy, me detendré en ese doloroso 11 de septiembre.

Y el pueblo embrutecido se endeuda fácilmente, exige mano dura, prende el televisor y cree que en Chile reina el caos y en cualquier momento podrían llegar los yihadistas a hacer de las suyas, a no ser que se ponga mano dura, porque esa siempre ha sido la solución para todos los problemas

Esa mañana quedó al descubierto la sedición de las Fuerzas Armadas, del ejército siempre vencedor y jamás vencido, cuya acción militar se dirigió una vez más contra su propio pueblo, para defender los intereses del capital extranjero, de los grupos y familias de la burguesía chilena y de partidos políticos como la Democracia Cristiana que no tenían ni el más mínimo interés en que la población y la clase trabajadora ocuparan el sitial que les correspondía en la sociedad.

Esa mañana del 11 de septiembre de 1973, el Palacio de la Moneda, el símbolo de la democracia y el domicilio de la máxima autoridad del país, fue bombardeado, incendiado, embestido y reducido a la imagen del shock nacional que nos dio reconocimiento mundial hasta el día de hoy.

Y ese bombardeo fue a la vez un símbolo del poder de los siempre vencedores, de ese poder incontrarrestable que solo el fascismo colonial de Chile podía desplegar. Y el pueblo quedó indefenso, atemorizado, deambulando en esa nube de pólvora que cubrió la historia nuestra y que a algunos les nubla la memoria. Y entre miedos reales-miedos de sobrevivencia-, y acostumbramiento a un nuevo sistema de valores, más un número de la población sumergida en la ignorancia y falta de consciencia (de clase), el hecho trágico y criminal se convirtió paulatinamente en el nuevo Chile a partir del cual se edificaría una nueva institucionalidad.

El año 1980 se vota en una elección sin registros electorales, sin información, sin libertad de expresión, sin democracia, se vota por votar, porque había que hacer una puesta en escena para legitimar el fraude, para legitimarla en la forma, para que en la historia quedase el registro indeleble de que el pueblo chileno aprobó por mayoría el diseño de país propuesto por la Junta Militar.

La oposición de esos años, la oposición que hoy conforma la Nueva Mayoría, levantó consignas en repudio al hecho, pero también y sobre todo, a la Constitución en sí misma, repudio que duró hasta que decidieron jugar con las reglas del juego, aceptar el plebiscito, participar en las primeras elecciones después del golpe y de ahí en adelante, desde que ingresan a conducir los destinos del país, la historia es conocida: dejar prácticamente intacto el modelo de país que impuso la dictadura a sangre y fuego, y cuando osó cambiarlo, en verdad lo que hicieron fue “perfeccionar” el neoliberalismo a la chilena, es decir, fueron más papistas que el papa.

Y hoy, a 41 años de que nos vaciaran por completo y nos llenaran de otro contenido social, político y cultural, tenemos remedos de líderes políticos que no saben de oratoria, que muestran una pobreza intelectual que no hace más que confirmar la perfecta obra de la dictadura cívico-militar y del neoliberalismo y su Escuela de Chicago. Este sistema convirtió al chileno en un pueblo balbuceante, un pueblo intelectualmente debilitado, un pueblo reducido a la brutalidad que solo un individualismo extremo es capaz de lograr.

Y el pueblo embrutecido se endeuda fácilmente, exige mano dura, prende el televisor y cree que en Chile reina el caos y en cualquier momento podrían llegar los yihadistas a hacer de las suyas, a no ser que se ponga mano dura, porque esa siempre ha sido la solución para todos los problemas: para los estudiantes que se manifiestan por educación pública; para la clase trabajadora que exige sus derechos mínimos; para la población que exige libertades de toda índole, como el derecho y garantía legal del aborto, como una salud digna y gratuita, como pensiones dignas, como resguardo y conservación del medio ambiente, también como un derecho, como la nacionalización de los recursos naturales, como la autodeterminación de los pueblos originarios y el reconocimiento de nuestra pluriculturalidad, como el desarrollo científico y tecnológico al servicio de las necesidades reales del pueblo, y un gran etcétera. Todas estas cuestiones son fundamentales y su no existencia o su merma hasta hacerlas casi inexistentes es la magna obra de la dictadura, del pinochetismo pechoño y refractario, de una visión de mundo que solo promueve el dinero y la acumulación de la riqueza, porque solo promueve el mérito individual, porque no cree en los seres humanos, porque desprecia la comunidad humana, porque su estrechez de mente y de corazón, no así su falta de experiencia, les hace valorar el capital por sobre toda las cosas de su vida y por sobre nuestra muerte si es preciso.

El problema es que se nos ha ido quedando en el tintero la demanda más importante, más fundamental, la que une todas las luchas, la que enaltece a los pueblos: la demanda de la justicia, la demanda de no a la impunidad. Ha quedado en el olvido porque temor, o tal vez por conveniencia de algunos que repiten en voz baja que eso no le gusta a todo el mundo, que hay gente que se distancia, que es muy político, que es del pasado, que eso no tiene nada que ver con las demandas del siglo XXI, etc. Pero es precisamente la impunidad, la falta de castigo, la falta de culpables y sus respectivos castigos, la que impide que avancemos, la que impide que Chile salga de esa nube de pólvora que cubriera hace 41 años la Moneda.

Porque 41 años parecen, a vista de los acontecimientos de los últimos tiempos, ser pocos años para que los medios de la sedición y de la infiltración estadounidense reciban el máximo repudio y sanción por sus acciones pasadas y presentes. Porque al parecer 41 años han fortalecido de manera aparentemente indestructible el entramado político y jurídico de la dictadura que dejó a los trabajadores sin poder, a las mujeres sin voz, a los jóvenes sin futuro, y a los viejos sin dignidad.

Cuando las luchas sean efectivamente todas contra la misma causa que nos oprime, cuando además de pedir educación, salud, otro código del trabajo, otra constitución, pidamos el fin del régimen de impunidad, de esa falta de castigo y de justicia que pesa sobre los violadores de derechos humanos que caminan impunes por las calles, o están aún con uniformes recibiendo salarios del Estado, o reciben jugosas pensiones de vejez, o tienen empresas, colegios y duermen tranquilamente a pesar de su impunidad; esa impunidad que también cubre todo nuestra historia desde 1973 en adelante, a nuestras instituciones actuales y a todas las autoridades del presente. Cuando nuestro reclamo sea el fin de este orden y su impunidad permanente, La Segunda lo pensará dos veces, la ultraderecha lo pensará dos veces y hasta la Nueva mayoría, ya acostumbrada a pasar impune por la vida, también lo pensará dos veces antes de reiterar un accionar contrario a la ética humana.

Pero claro, para que pase todo eso tienen que pasar primero muchas generaciones que renueven las demandas y que vayan creciendo en la conciencia de que las reglas de este tedioso juego no son justas ni “normales”, y que la impunidad no solo se vence en los tribunales, sino que comienza destruirse cuando desde la ética hacemos consciente la falta, el delito o la acción que requiere del repudio de todos.

Tengo fe en Chile y su destino, pero también la consciencia clara de que muy  a mi pesar 41 años no han sido suficientes, aún queda mucho por andar.

Nadie dijo que iba a ser fácil.

 

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