La necesidad de una “nueva planificación”
En nuestro comentario anterior se decía que ante la orfandad de los agregados ambientales y sociales que impone la existencia en solitario de herramientas de política únicamente micro, surge entonces nuevamente la planificación como un herramienta capaz de lidiar con esos escalones intermedios para gestionar la orfandad de los agregados ambientales, y sociales. Planificación que permita, a la vez que discutir los propios agregados sectoriales, que en este caso son las políticas sectoriales, poner en discusión los agregados ambientales y sociales que genera, por ejemplo, el desarrollo forestal, o agrícola en determinadas zonas, como una totalidad, o la generación y distribución de energía eléctrica.
Claro que tendrá que tratarse de una “nueva planificación”, alejada del paradigma centralizado y universal. No tiene sentido ni mencionar aquí las ventajas y desventajas del mecanismo de mercado, pero sí señalar que difícilmente nadie ponga en duda el éxito del mercado como asignador de recursos de manera eficiente para la sociedad, simplemente en el sentido de que a muy pocos se les ocurriría proponer su erradicación por otro modelo en su integridad, o volver a un modelo generalizado de planificación de algún tipo.
Por lo tanto, cuando se habla de reintroducir prácticas de planificación se debiera tener muy claro que se trata de un nuevo paradigma alejado de ese modelo positivista y mecánico que se asumía como un tomador de decisiones absoluto en el ámbito de planificación que fuese el caso. Tal como es el caso hoy en la mayoría de los países de la OCDE donde la planificación es una herramienta de política ampliamente utilizada pero siempre complementada con una diversidad muy grande de procesos decisionales y de otros instrumentos de política, pues se entiende que ninguno por si sólo es suficiente para abordar la complejidad de los sistemas socioeconómicos modernos.
En muchos casos ello supone que la planificación tenga un carácter indicativo y no normativo, de obligado cumplimiento, pues se trata de contar con una mirada de conjunto y en perspectiva, para orientar la toma de decisión meso y micro, pero no de imponer un camino, cuya bondad es siempre difícil de asegurar.
Esto hace que las planificaciones se centren en los aspectos estratégicos de decisión en cada área, facilitando grandes opciones y criterios para los tomadores de decisión que luego toman las decisiones en niveles jerárquicos inferiores, y por esta razón se habla de una planificación estratégica.
Esta práctica más o menos generalizada de planificación en el ámbito de la OCDE, por poner una referencia internacional, es de una enorme utilidad en materia de política pública a efectos no sólo sectoriales, sino como espacio institucionalizado para poner sobre la mesa esos agregados huérfanos ambientales y sociales que cada sector lleva sobre sus espaldas, y los que difícilmente se pueden gestionar sólo a escala de las políticas, o a escala de proyectos. Por esta razón, existe una unidad de intereses entre los valores ambientales y sociales de una sociedad y estas prácticas de la planificación moderna.
En términos institucionales esa unidad de intereses se manifiesta en el relativamente nuevo instrumento de política ambiental que es la evaluación ambiental estratégica de políticas, planes y programas, cuya finalidad es incorporar valores ambientales y sociales en las políticas sectoriales mediante la evaluación de sus instrumentos estratégicos de política.
La nueva naturaleza de la planificación
Ahora bien este modelo de planificación a diferencia de lo que pudiera pensarse no es una opción “blanda” de planificación, en el sentido de carecer de un mandato operativo conclusivo, como lo fueron muchas planificaciones en etapas anteriores. Esto por varias razones.
En primer lugar, porque el principal valor del proceso de planificación hoy en día no consiste en identificar una opción de desarrollo en el sector de planificación de que se trate, tal que necesariamente deba luego materializarse en la realidad tal cual fue diseñada, como para que ese ejercicio pueda considerarse exitoso.
La planificación no tiene la función de adelantar, prever o prefigurar el desarrollo del área de planificación de que se trate. Esa pretensión positivista y mecanicista, consistente en pensar de que desde el Estado se dispone de conocimientos y herramientas suficientes como para prefigurar y direccionar exitosamente sistemas complejos como lo son cualquiera en el caso de las políticas públicas, es justamente la que quedó sepultada, al menos conceptualmente, con las hasta sofisticadas prácticas de planificación del mundo socialista, y en algunos casos, del mundo occidental.
El propósito de la planificación no consiste en adelantar conceptualmente el mejor mundo que pudiera tener lugar en el futuro, a efectos de que escogiéndolo, éste termine materializándose en los años venideros.
El objeto de la planificación no es determinar las decisiones que han de tomarse en el futuro, sino exclusivamente las que se toman hoy, sólo que con una mirada de futuro y de forma consistente para todo un ámbito de acción. Obviamente para dar coherencia a esa mirada de futuro es necesario formularse la pregunta de cómo continuaría este relato en los próximos 15 años si se tomara este camino. Pero nadie puede defender hoy que esa proyección en un marco de planificación pueda tener algo que ver con la “realidad” que va a tener lugar en esos próximos 15 años. Se trata simplemente de una proyección de apoyo para pensar las decisiones de hoy. Puede ocurrir perfectamente que mañana esa mirada de futuro dibuje un escenario completamente distinto y haya que modificar las decisiones que se habían configurado acorde al escenario anterior.
Por lo tanto, este modelo de planificación moderna no es blando, sino que asume justamente una función muy relevante cual es el direccionamiento estratégico de un ámbito de política.
Esta conclusión tiene importantes efectos metodológicos para los procesos de planificación ,que no siempre es asumida, a saber, que el proceso de planificación no consiste en un ejercicio adivinatorio, cuasi taumatúrgico, el que a partir de un inmenso cúmulo de información supuestamente objetiva, identifica el mejor de los cursos posibles de acción en un ámbito de política.
La planificación moderna es básicamente un proceso de institucionalización de las cuestiones estructurales que aquejan el ámbito de política en cuestión y en la definición de un curso de acción coherente para el mismo que garantice una acción comúnmente orientada de todos los actores concernidos. Antes que la “solución” lo que importa en estos nuevos modelos de planificación es la institucionalización de la acción estratégicamente orientada.
La planificación moderna es básicamente un proceso de institucionalización de las cuestiones estructurales que aquejan el ámbito de política en cuestión y en la definición de un curso de acción coherente para el mismo que garantice una acción comúnmente orientada de todos los actores concernidos. Antes que la “solución” lo que importa en estos nuevos modelos de planificación es la institucionalización de la acción estratégicamente orientada.
Por esta razón, el peso del proceso metodológico de planificación está en la construcción institucionalizada del problema y en la institucionalización de la definición de un curso de acción, antes que como era tradicional en los pretéritos modelos de planificación, donde el peso del proceso metodológico radicaba en la construcción de modelos sectoriales sobre la base de ingentes cúmulos de datos “supuestamente objetivos” a efectos de derivar, objetivamente, es decir, con propiedad fáctica, el mejor de los cursos posibles de acción, como si ese fuese un resultado ineludible para la sociedad.
En segundo lugar, este modelo no supone que en ningún caso que en algunos casos no se puedan tomar decisiones conclusivas, a escala operativa, como lo hace en la mayor parte del mundo occidental la planificación urbana, que decide de forma taxativa sobre usos y normas de uso del suelo urbano.
Lo que si es importante, es que los procesos de planificación respeten dos principios de decisión: el de subsidiariedad, y el de la escala apropiada, ambos muy relacionados.
Los planes reguladores comunales, por ejemplo, que asignan recursos de forma muy explícita pueden hacerlo, porque, por un lado, ocupan una escala de trabajo de detalle que les permite conocer de cerca la complejidad del sistema que gestiona, y, por el otro, están dotados de un proceso institucional complejo que da consistencia a la decisión. Ambos factores hacen posible pensar que el resultado terminara siendo una asignación eficiente de los recursos territoriales del municipio.
Este factor de la escala del proceso de planificación es muy evidente si se considera lo absurdo que sería pedir a los Planes Regionales de Ordenamiento Territorial (PROT) que asumieran la responsabilidad de realizar la asignación definitiva de usos del suelo urbano a escala de parcela como lo hace un plan regulador. Simplemente, porque la escala de trabajo de un plan regional no le permite disponer de la información adecuada para tomar una decisión eficiente al respecto. No se trata de un problema de disponibilidad de información, pues adoptar la escala de trabajo de un plan regulador comunal para un plan regional, amén de una labor operativamente inabordable, le haría perder el foco sobre los agregados regionales que efectivamente son su problema.
Un PROT puede ser conclusivo igualmente, pero sólo en aquellas áreas donde la escala y la gestión institucional de la decisión permiten asegurar que la asignación asociada a esa decisión dura es eficiente. Eso tiende a ser nuevamente aquello que es propio de la escala de trabajo del instrumento en cuestión, en este caso la regional. Por ejemplo, el sistema de centros poblados es estrictamente propio de la escala regional. Y como es un “agregado” necesario gestionar, probablemente sea eficiente que el PROT pueda tomar decisiones duras al respecto, siempre que sea posible contar con un mecanismo institucional rico y validado como para hacerlo.
En los ámbitos donde, por la razón que sea, es más eficiente que se tomen decisiones duras de asignación en el ámbito de decisión inferior, y esto es la subsidiariedad decisional, como puede ser la asignación de usos del suelo en el plan regulador comunal, como ya se ha señalado, el PROT puede generar criterios estratégicos para esa labor, los que debieran ser considerados en la fase de decisión siguiente. A esto se le puede denominar una asignación estratégica, es decir, es un acotamiento estratégico de las opciones de decisión que tiene el que decide a continuación. Pero no se trata de una asignación conclusiva, definitiva.
Este principio de subsidiariedad al interior del proceso de planificación también aplica al último posible escalón, lo que nuevamente se puede ilustrar en el caso del plan regulador comunal. Hay ámbitos que puede ser de interés regular, por tratarse de un agregado huérfano, como puede ser el tratamiento del patrimonio arquitectónico, pero allí lo más conveniente es que el plan regulador genere criterios estratégicos que acoten en cierto modo las opciones de decisión, y deje la decisión definitiva al propietario privado de las parcelas afectadas.
Toda planificación se debiera mover entre una asignación estratégica y una conclusiva, debiendo limitarse esta última para aquellos aspectos propios de su escala de trabajo, y la primera limitarse a la generación de criterios para quien debe tomar una decisión en el escalón de decisión siguiente.
En una planificación de escala nacional, por ejemplo, tenderán a predominar las asignaciones estratégicas. Así, por ejemplo, las planificaciones de carácter nacional difícilmente serán conclusivas respecto de aspectos que suponen una determinación territorial específica, pues lo más probable es que lleve a cabo una asignación territorial ineficiente. Esto implica necesariamente enriquecer el sistema de planificación densificarlo y diversificarlo, a efectos que existan otros momentos de discusión estratégica entre un plan nacional y la decisión de proyecto.
Un modelo de planificación moderna como aquí se propone supone también aquilatar sosegadamente el papel que la planificación puede jugar en la consecución de los objetivos de la política ambiental. Lo relevante en este sentido es evitar la tentación de pretender que la consideración de valores ambientales en los proceso de planificación consista únicamente en que ésta asegure a cualquier escala, y sin respeto de la mencionada subsidiariedad, la asignación, o conservación de los recursos ambientales en juego, mediante el uso permanente de instrumentos supuestamente conservacionistas u proteccionistas, como zonificaciones, exclusiones u otros.
El papel de “lo ambiental” en la planificación deberá ser tan diverso en su tratamiento como el de cualquier otro aspecto de la planificación, debiendo desarrollarse y acentuarse miradas más estratégicas de “lo ambiental” en las diversas áreas de planificación que sea el caso, escapando de una visión reduccionista de la misma que entiende “lo ambiental” solo en su representación más inmediata como un aspecto de la naturaleza, el agua, el suelo, al biodiversidad, etcétera.
Dotar al país de este nuevo concepto de planificación en la diversidad de áreas de política pública donde es necesario es una tarea en sí misma, un esfuerzo institucional de calado que probablemente tomara un lapso significativo de tiempo. Pero parece ser un necesario camino a recorrer no sólo en aras de unas mejores políticas públicas sectoriales, sino también para lograr incorporar de forma efectiva sus dimensiones ambientales y sociales y abrir un tránsito a modelos de desarrollo más sustentables.
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Foto: Wikimedia Commons
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