Hemos vivido durante años sometidos a la creencia de que la ejecución de grandes proyectos, necesarios para el país, es incompatible con la participación ciudadana y la profundización de la democracia en nuestra manera de relacionarnos con la naturaleza. Esta creencia es hija de una cultura política que no cree mucho en la democracia, y ha sido ensalzada por la propia institucionalidad ambiental, que limita la participación ciudadana a la difusión de iniciativas, la libertad de expresión, el buzón de sugerencias y el derecho a pataleo.
Esta actitud sólida, sistemática, casi impermeable de la autoridad (ejérzala quien la ejerza) ha tenido consecuencias complejas. Los opositores a determinados proyectos han aprendido a luchar dentro del esquema vigente: movilización social, amenaza a la imagen corporativa, influencia política y judicialización. Y en este juego se han ganado batallas. Así, el desprecio a la participación ciudadana se ha convertido en un boomerang para los promotores de grandes proyectos.La ejecución de grandes proyectos no es incompatible con una participación ciudadana cada vez más vinculante. Sí es incompatible, cada vez más, con un autoritarismo que día a día reproduce injusticias y pierde eficacia.
Defender grandes proyectos no es un gusto exclusivo de los capitalistas involucrados. A menudo necesitamos proyectos para mejorar la conectividad, para solucionar problemas comunes como el manejo de residuos domiciliarios o aguas servidas, para posibilitar el crecimiento económico, etc. Sobre cada tema suele haber interesantes posiciones en favor y en contra. En una cultura democrática, debiéramos ser capaces de compartir nuestras posiciones y someterlas a examen, de buena fe, sin imposiciones, escándalo o bullying.
La ejecución de grandes proyectos, lejos de ser incompatible con la participación ciudadana, la necesita con urgencia, por varias razones. La más obvia es solucionar una crisis de legitimidad que paraliza la inversión. Pero el objetivo de la democracia no es facilitar las cosas a los inversionistas o a los burócratas. Hay razones más importantes. Una razón es someter los proyectos a un test de valoración por parte de la comunidad, sobre todo cuando el gran argumento en favor de un proyecto es su positivo impacto en la comunidad. Otra razón es la posibilidad de mejorar participativamente los proyectos. Y desde luego, una razón muy profunda es avanzar en estándares de justicia ambiental.
Para avanzar en participación ciudadana necesitamos realizar algunas tareas. La primera es definir qué es materia de discusión en comunidad; es decir, qué tipo de decisiones de inversión son propias de la libertad individual – o sometidos a una evaluación de carácter más administrativo –, qué proyectos deben ser descartados de plano por razones ambientales, y cuáles deben ser materia de discusión.
Necesitamos construir, democráticamente también, marcos generales de decisión. En una república, las comunidades deben estar dispuestas a aceptar ciertos marcos generales de convivencia. Un caso extremo es que una comunidad no puede decidir, por ejemplo, no tener tratamiento de aguas servidas, y contaminar aguas abajo o una laguna compartida con otras comunidades. Un caso más complejo es el de ciertos pasivos ambientales: un marco general debe distribuir con criterios justos la carga de proyectos que ninguna comunidad querría tener por propia voluntad, pero que pueden ser indispensables a nivel agregado. Así como una sociedad es viable en la medida que los individuos aceptan ciertas obligaciones con los demás, también es necesario que este criterio exista respecto de las comunidades.
Una tercera tarea previa es el diseño de metodologías adecuadas. ¿Cuál es la forma de participar? ¿Talleres, charlas, asambleas, plebiscitos, encuestas, jurados, la calle, las redes sociales, o la consulta a representantes ya elegidos como concejales, consejeros regionales o parlamentarios? Debemos trabajar en el diseño de prácticas que faciliten la expresión y la comunicación de las personas, y ayuden a construir mejores decisiones.
La ejecución de grandes proyectos no es incompatible con una participación ciudadana cada vez más vinculante. Sí es incompatible, cada vez más, con un autoritarismo que día a día reproduce injusticias y pierde eficacia.
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