Para asegurar la sostenibilidad del desarrollo social y de las sociedades en general, no basta esperar que las empresas adopten actitudes en favor de ella. Eso ayuda, pero es insuficiente. Es preciso fortalecer la capacidad reguladora de los estados.
En tiempos de crisis y conflictos, la sostenibilidad corporativa se vuelve cada vez más atractiva. En “La Revolución Necesaria”, el “gurú” Peter Senge apela a la razón y el corazón de las empresas, convocándolas atrabajar por un mundo sostenible que las hará, a su vez, más sostenibles a ellas mismas. El mismísimo Michael Porter ha dedicado al menos tres artículos a la materia. Organizaciones internacionales como Naciones Unidas (nada menos) promueven el compromiso de las empresas a través del Pacto Global, mientras ISO ofrece normas que permiten afinar las definiciones.
La sostenibilidad corporativa es a todas luces necesaria. Necesitamos que las empresas actúen, cuando menos, de una manera racional (identificando relaciones óptimas que las beneficien a ellas tanto como al resto de la humanidad) y ética (al menos en el piso de la ética, respetando legislaciones e instituciones públicas).
Pero el discurso de la sotenibilidad corporativa encierra dos grandes peligros. Uno de ellos es la falsa sensación de seguridad. En efecto, podemos creer que empresas preocupadas por la cuestión aseguran la sostenibilidad del desarrollo social o de la sociedad toda. Pero en realidad, las empresas sólo se preocupan de su sostenibilidad. Y tienen, además, un ámbito limitado de acción. Por ejemplo, para las empresas puede ser más rentable sobre-explotar un recurso natural y cambiar de giro, que aceptar una modesta tasa de explotación sostenible. Incluso si las empresas quisieran actuar en forma sostenible, necesitarían hacerlo todas a la vez, pues de lo contrario la empresa que asume una conducta responsable no generaría gran impacto positivo, pero cedería sus opciones a otras menos responsables.
El segundo peligro dice relación con que la sostenibilidad de las empresas depende en gran parte del juicio que emiten los accionistas sobre su desempeño financiero, y del juicio que emiten los consumidores sobre la relación calidad/precio de sus productos. Y resulta que accionistas y consumidores suelen ser miopes – sino ciegos – al desempeño social y ambiental de las empresas.
El discurso anterior encierra un peligro aun mayor que la falsa seguridad: el peligro de degradarnos como seres morales. Pareciera que estamos dispuestos a hacer cosas en nombre de la sostenibilidad corporativa, que no estaríamos dispuestos a hacer en nombre de la justicia. Por eso, temas que mantenemos invisibles y que reflejan grandes injusticias, se vuelven importantes sólo cuando comienzan los cortes de caminos, el asedio a la actividad industrial, la violencia o la judicialización. Si el discurso de la sostenibilidad corporativa pone temas en el radar solo cuando se vuelven una amenaza a la seguridad de las empresas, entonces no debería extrañarnos si los movimientos sociales terminan apelando más a la amenaza que a la argumentación.
Para asegurar la sostenibilidad del desarrollo social y de las sociedades en general, no basta esperar que las empresas adopten actitudes en favor de ella. Eso ayuda, pero es insuficiente. Es preciso fortalecer la capacidad reguladora de los estados. Una regulación fuerte favorece a las empresas más predispuestas a trabajar por la sostenibilidad, pues impide que otras empresas compitan bajando el listón. Y claro, perjudica a las empresas menos disponibles para esta tarea, pero en fin, ¿para qué las queremos?
Es muy probable, sin embargo, que una regulación intensa abra la puerta a la corrupción en sistemas políticos vulnerables. Por eso, también, la profundización de la democracia y la calidad de los gobiernos son requisitos indispensables para caminar hacia una sostenibilidad de la sociedad en su conjunto, más allá de la mera sostenibilidad de las empresas.
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Foto: alobos Life / Licencia CC
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