Cada cierto tiempo, en parte como memoria histórica, en parte como nano funa permanente, recuerdo el diálogo con un ex intendente de Aysén devenido hace una década en panelista de televisión.
Invitado estaba a su programa, ocasión en que conversamos sobre la importancia del desarrollo económico local, la necesidad de incorporar a la producción conceptos como capacidad de carga de los ecosistemas, resiliencia y, por cierto, de avanzar hacia procesos que no se basen exclusivamente en la transacción económica y el extractivismo. De lo relevante de la autoproducción de alimentos (a nivel nacional, familiar y/o comunitario), de la soberanía alimentaria que nos pone en mejor pie ante la crisis climática, pero también ante las vicisitudes económicas, bélicas e incluso logísticas.En días de crisis climática, con sus efectos en materia de incertidumbre de todo tipo, es un buen llamado volver al origen. No a todo evento ni en toda circunstancia, pero sí como una de las variables de adaptación ante la respuesta del planeta al constante aporreo al cual lo hemos expuesto.
Tras mi explicación, quien fuera la primera autoridad de la región me lanzó: “Pero Patricio, no pretenderás tú que toda la gente viva de la venta de mermeladas y pan amasado”.
En tono de broma, el proto influencer local daba cuenta así de una visión de lo que algunos entienden por desarrollo. Porque su frase no era una descripción técnica, era un sarcasmo lleno de subestimación por uno de los procesos que durante milenios ha permitido al ser humano sobrevivir. Llegar hasta aquí para que todos y todas, incluidos profesionales como él, ligado a las leyes, podamos reflexionar sobre aspectos que van más allá de cuántas UF vale una hora de asesoría legal.
Pero acotemos la conversación y su sentido.
Aunque se escuche pedestre las mermeladas, los productos deshidratados al sol, calor o mediante su salación, y últimamente el congelamiento, no tienen un origen en las cualidades estéticas o de sabor que imprimen a las comidas. Han sido primero recursos utilizados durante miles de años como medios de conservación para días de escasez. Como una forma de que el ser humano aproveche en diferido lo que la naturaleza le entrega, y que en caso contrario se perdería. Humanamente, porque está claro que mediante el compost los alimentos siguen nutriendo el suelo y la vida asociada a éste. No será éste momento para caer en la trampa modernista del tipo “el agua se pierde en el mar si no construimos embalses”.
Primigeniamente, previo a los días del azúcar refinada, la práctica de preservación más utilizada era la miel. Además de su poder endulzante, se había notado que los elementos orgánicos con ella cubiertos permanecían por tiempo prolongado sin descomponerse. Y más aún cuando se procesan en conjunto (con la mezcla conocida como almíbar), al ser una de las características del azúcar, al igual que en el deshidratado, desplazar el agua de la fruta, principal medio para la reproducción de microorganismos tóxicos para el ser humano.
Es el componente histórico y fundamental que tienen muchas de las prácticas tradicionales ligadas a la alimentación, que han creado condiciones para nuestra supervivencia. En el fondo, mejorar la calidad de vida propia y muchas veces de los ecosistemas que en ellos se desenvuelven.
En días de crisis climática, con sus efectos en materia de incertidumbre de todo tipo, es un buen llamado volver al origen. No a todo evento ni en toda circunstancia, pero sí como una de las variables de adaptación ante la respuesta del planeta al constante aporreo al cual lo hemos expuesto.
No sólo la sal y el azúcar, también el vinagre, la cebolla, el romero, son buenos compañeros para conservar los alimentos. Práctica que en días de responsabilidad ambiental, es más un acto político local y global que un simple hecho pintoresco en días de tanta frugalidad.
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