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Empresas de energía y derechos humanos en Chile

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La actividad de las empresas de energía en Chile ha crecido aceleradamente en los últimos años.  Ello, en gran medida, como consecuencia de la demanda de las mineras. La privatización de que fuera objeto la actividad energética en Chile en los 80, y su desregulación creciente, explican la importante concentración de su generación y distribución en pocas empresas, incluyendo compañías trasnacionales que hoy dominan el mercado eléctrico.  Así, hoy solo tres empresas (Endesa, Colbun y Gener) generan y comercializan el 84% de la energía en el Sistema Interconectado Central (SIC), y otras tres (E-CL, Gener y Gas Atacama) controlan el 94% del mercado eléctrico del Sistema Interconectado Norte Grande (SINC).  

A ello se agrega la escasa diversificación de las fuentes de generación.  Al 2009 éstas se basaban, en un 43.5%, en recursos hídricos y, en un 54.9%, en recursos térmicos (Terram, 2011), lo que junto con provocar problemas de seguridad en el abastecimiento eléctrico y dependencia de importaciones, ha incidido en una contaminación de impacto local y global.  A lo anterior se agrega el hecho de que la inversión en eficiencia energética en el país es precaria, inversión que habría evitado la construcción de centrales de generación y sus impactos adversos. 
 
Los proyectos de inversión impulsados por estas empresas, como sabemos, han generado fuertes impactos sociales, en especial en sectores vulnerables -como pueblos indígenas, comunidades rurales y de pescadores- resultando en muchas ocasiones en relocalización de población, alterando gravemente sus ecosistemas tradicionales, impactando seriamente sus vidas y culturas, e incurriendo en la violación de derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales ratificados por Chile.  
 
El caso más emblemático es el de Ralco, central construida por ENDESA en la década pasada y que inundó 3.500 hectáreas, la mayoría de propiedad legal pehuenche, que obligó a la relocalización de más de 500 personas. Ralco permitió constatar, a su vez, que la ley ambiental (N° 19.300 de 1994) no garantizaba una efectiva participación de las comunidades afectadas en los procesos de evaluación de impacto ambiental en ella establecidos. Tampoco aseguraba que los impactos ambientales y socioculturales provocados por este tipo de proyectos fuesen mitigados, o que los mismos fuesen compensados, situación que no cambio con la reforma de esta ley el 2010.  También permitió constatar que la ley “indígena” (N° 19.253 de1993) no estableció mecanismos de consulta de carácter vinculante a las comunidades afectadas, no impidió la expropiación de las tierras indígenas en base a la Ley Eléctrica (DFL 1 de 1982), ni protegió los derechos de las comunidades indígenas sobre sus recursos ancestrales, como el agua, la que en este caso fue concedida a Endesa.
 
En el contexto de Ralco, el Estado impuso además su estrategia de criminalización de la protesta social mediante la acción represiva de agentes policiales en el área, y la utilización de leyes especiales para perseguir a defensores de derechos humanos. No menos importante, es que Ralco dejó en evidencia que estos proyectos lejos de beneficiar a  las comunidades, las impactan adversamente.  Prueba de ello es que la nueva comuna de Alto BíoBío en la que se ubica esta central, con un 49% de pobreza, es hoy la más pobre del país. Los impactos de Ralco – así como el de la central Pangue, también de Endesa- alcanzaron también a comunidades ribereñas aguas abajo, las que ya en varias ocasiones han sido inundadas en épocas de invierno, al vaciarse los embalses sin previo aviso.
 
La presión sobre los ríos del centro sur del país se ha intensificado en años recientes.  Sólo en las regiones de la Araucanía y Los Ríos existen hoy 30 proyectos de generación hidroeléctrica, tanto de pasada como de embalse, parte importante de los cuales afectan tierras de comunidades mapuche.  La mitad de estos proyectos han sido aprobados por la autoridad ambiental.  Ello no obstante la oposición que estas comunidades han manifestado, y la entrada en vigencia del Convenio 169 de la OIT, el que junto con hacer obligatoria para el estado la consulta a los pueblos indígenas con miras a obtener su consentimiento frente a este tipo de iniciativas, reconoce el derecho de estos pueblos indígenas a definir sus prioridades en materia de desarrollo.
 
La historia de Ralco se repite hoy más al sur, en el caso de HidroAysén, proyecto que, como sabemos, prevé la construcción de cinco centrales que inundarán 6 mil hectáreas en los ríos Baker y Pascua, y que fue aprobado el primer semestre de este año por la autoridad ambiental regional.  Se trata de un proyecto impulsado por Endesa y Colbún, dos de las tres empresas que concentran el 90 por ciento de los derechos de aguas no consuntivos para generación de hidroelectricidad en Chile. HidroAysén también fue aprobado desoyendo la voz de las comunidades, planteada en el proceso de participación ciudadana previsto en la ley ambiental. Este proyecto, además, dejó en evidencia la existencia de negociaciones incompatibles, ya que las empresas involucradas comenzaron a proveer financiamiento a los habitantes de las localidades en que se instalará el proyecto en forma paralela al EIA, con la clara intención de incidir en la decisión de la ciudadana, y distorsionando con ello su participación en un proceso de derecho público.  Los impactos ambientales que serán generados por las presas, embalses y torres de alta tensión previstos –en una región que se definió como reserva de vida en su estrategia de desarrollo regional, fueron ignorados por la autoridad.  Lo mismo cabe señalar respecto de los impactos sociales, los que incluyen la contratación de más de 5 mil trabajadores durante sus 10 años de construcción, cuya presencia prolongada en zonas rurales alterará de modo significativo las formas de vida locales.
 
Otra actividad energética que está teniendo un creciente impacto en derechos humanos, es la termoelectricidad. Al 2009, las plantas termoeléctricas se alimentaban preferentemente con carbón (44.1%), petróleo y diesel (29%) y coke (7%), con impactos ambientales enormes. Muchas de las termoeléctricas en operación (44%) no cuentan con evaluación ambiental, por haber sido construidas antes de la entrada en vigencia de la Ley 19.300 (Terram, 2011). 
 
Uno de los casos más críticos es el de la bahía de Quinteros, donde a contar de 1964 se han instalado tres termoeléctricas administradas por AES Gener (antes Chilectra) que operan a carbón, y hoy se encuentran aprobadas cuatro nuevas centrales a carbón para ser construidas por diversas empresas (Campiche, de la misma empresa, y otras tres centrales más de Energía Minera, pertenecientes a Codelco).  Las emisiones por estas plantas de altos niveles de material particulado, anhídrido sulfuroso, óxido de nitrógeno, entre otros contaminantes, han provocado graves daños al derecho a la salud, afectando especialmente a los niños que allí habitan.  Asimismo, los impactos generados en los ecosistemas marinos han afectado seriamente la actividad pesquera tradicional, lesionando con ello el derecho al trabajo de la población local.  A pesar de ello, la autoridad ambiental ha seguido aprobando la instalación de proyectos termoeléctricos, así como de proyectos productivos (refinerías), en una bahía ambientalmente saturada. Los daños en la población, incluyendo aquellos provocados en la pesca artesanal, no han sido sancionados por la justicia ni compensados por las empresas o el estado.
 
A lo anterior, se agregan los impactos en derechos humanos de la exploración geotérmica.  De las 20 concesiones de exploración geotérmica licitadas por el gobierno el 2009, sin consulta previa a las comunidades afectadas, 15 comprometen territorios y recursos hídricos de los pueblos andinos en el norte de Chile y una del pueblo mapuche.  El “accidente” de las exploraciones efectuadas en El Tatio por ENAP y ENEL el 2009, afectó las aguas ancestrales de los lickanantai, dejando en evidencia los peligros que esta “energía limpia” encierra para las comunidades.
 
Esta realidad nos obliga a reflexionar sobre un tema hasta ahora no abordado en el país, cual es el de la responsabilidad de las empresas en la violación de derechos humanos.  Si bien el derecho internacional de los derechos humanos hasta ahora ha considerado que la responsabilidad en la violación de estos derechos radica fundamentalmente en los estados, existe hoy un creciente consenso de que las empresas también deben hacerse responsables de la afectación de derechos como consecuencia de su actividad.  Así, en años recientes el Representante Especial de la ONU sobre Derechos Humanos y Empresas Transnacionales, el profesor de Harvard John Ruggie, ha establecido un marco conceptual para abordar la compleja relación entre la actividad empresarial y los derechos humanos.  Dicho marco tiene como pilares centrales el deber del Estado de brindar protección frente a los abusos de derechos humanos cometidos por terceros, en particular las empresas; la obligación y responsabilidad de las empresas de respetar los derechos humanos; y la necesidad de establecer recursos efectivos para reparar los abusos de derechos humanos cometidos por estos terceros. En cuanto a la responsabilidad de las empresas, Ruggie propuso que éstas debían tener una “debida diligencia” en su actuación, lo que las obliga a  conocer, prevenir y responder a los efectos negativos sobre los derechos humanos que sus actividades provoquen.  Según Ruggie, las empresas deben considerar los problemas específicos de derechos humanos que se plantean en el contexto en que desarrollan sus actividades empresariales; analizar los efectos que tienen sus actividades en estos derechos humanos; y ver si dichas actividades pueden contribuir al abuso de los derechos por medio de relaciones vinculadas a ellas (RE Ruggie, 2008).
 
A pesar de haber sido cuestionadas por la sociedad civil, por no considerar un mecanismo jurídico internacional vinculante para hacer efectivo la protección de los derechos humanos de las víctimas del actuar empresarial (FIDH, 2010), Ruggie proporciona un marco relevante para el análisis de las obligaciones del estado y de las empresas en materia de derechos humanos.  Es evidente que el Estado chileno ha fallado en el cumplimiento de sus obligaciones internacionales de derechos humanos en este campo. Ello, al no adoptar las medidas necesarias para proteger a las comunidades afectadas por los abusos cometidos por empresas de energía en el desarrollo de sus actividades.  Lo mismo cabe decir en relación con dichas empresas, las que claramente no han tenido la debida diligencia que se requiere para prevenir y responder por los efectos negativos que su actividad ha provocado en dichas comunidades. 
 
La responsabilidad de las empresas en la violación de derechos humanos se ve reafirmada a su vez por las Directrices de la OCDE para Empresas Multinacionales, adoptadas en 1976 y revisadas el 2011, las que se hacen aún más relevantes en el país luego de su integración a esta entidad multilateral.  En estas directrices se establece que las empresas deben “respetar los derechos humanos internacionalmente reconocidos de las personas afectadas por sus actividades.”  En materia ambiental, uno de los temas críticos de la actuación de las empresas de energía en el país, las mismas directrices establecen la obligación de las empresas de proteger el medio ambiente, la salud y la seguridad pública, y de realizar sus actividades de una manera que contribuya al desarrollo sostenible.  En la misma materia agrega que estas deberán mantener planes de emergencias destinados a prevenir, atenuar y controlar los daños graves para el medio ambiente y la salud derivados de sus actividades, incluidos los casos de accidentes y de situaciones de emergencia. 
 
Estas y otras directrices y mecanismos internacionales están siendo atentamente mirados y crecientemente utilizados por las comunidades afectadas por la actividad energética en Chile. Ello a objeto de hacer frente al actuar, hasta ahora impune, de muchas empresas del sector, así como también a la pasividad  del estado, todo lo cual ha resultado en las graves violaciones a derechos humanos individuales y colectivos como aquellas aquí descritas.  Solo a través del uso de estos mecanismos y de la exigibilidad de estas directrices por la sociedad civil, las empresas comprenderán que la globalización no es únicamente un fenómeno relacionado con la apertura de las fronteras a los flujos de capitales, sino también con otras dimensiones, como lo es la construcción de un orden supra estatal de los derechos de las personas y de los pueblos, que por poderosas que éstas sean, deben siempre respetar.
 
* José Aylwin es Co Director del Observatorio Ciudadano y Vicepresidente de Acción AG.
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