Cuentan que abrumados los franceses, ante la consolidación hegemónica de Inglaterra, en los albores del siglo XIX, volvieron sus ojos a la razón para retomar su sitial perdido.
Una de las cosas que nos han legado es el concepto de Economía.
Aunque cueste creerlo, mas atrás en la historia no hay referencia alguna a la idea que hoy tenemos de esa disciplina. Antes de ello, solo es posible asociarla a religión y moral.
Los fisiócratas reflexionaron por primera vez con la idea de que somos capaces de producir cosas. Y que producir cada vez más de ellas es bueno para todos.
Años después la misma razón, que le había dado origen, nos sacaba de ese triste error. Uno de los factores necesarios para producir es finito y, lamentablemente, escaso. Antiguamente se le decía Tierra.
A partir de ese momento los economistas han recurrido cada vez más a impresionantes artilugios técnicos, políticos y comunicacionales, en un desesperado intento de recuperar su cáliz perdido y demostrarnos que, en especialísimas condiciones, un elefante puede pender frágilmente de un precipicio sostenido solo por su cola amarrada a una flor.
Y como secta que se precie de tal, repiten con devoción canina el mantra, que generación tras generación se las ha repetido en las escuelas de economía. Solo crecer es importante.
En lo personal, esperar un giro copernicano en la idea –matices mas matices- que ha marcad la formación de miles de economista, me parece un ejercicio inútil. Pero nunca ha dejado de asombrar lo instalado que parece estar en el disco duro de las personas las supuestas bondades de este objetivo.
Frente a ello, quienes de una u otra manera se oponen a algunos proyectos o iniciativas, nocivos para el medio, inmediatamente son acusados de ponerle piedritas a una suerte de epopeya nacional colectiva que implica que el Producto Interno Bruto, indicador con que miden el crecimiento, sea cada vez mayor.
Sin entrar a cuestionarnos cómo es posible que en un entorno que sabemos limitado, se desarrolle algo infinitamente, ni siquiera el instrumento de medición es el más indicado.
Contabilizar a costo, cero, hacer como si no existieran la Tierra, el entorno, el medio ambiente, es absurdo. Mas aún el que si, por ejemplo, toma usted un rio hermoso que, quizás, le sirvió de entorno para enamorar a quien comparte su vida, y le instala una presa que inevitablemente va a terminar por matar el curso de agua, la contabilidad nacional lo anote como un ingreso.
Realizar un proyecto, independiente de todas sus virtudes, implica perder recursos que nunca mas volverán y generar residuos y resulta de toda lógica ponderarlos al menos como un factor de depreciación. Solo así sabremos cuan sustentable resultan las cosas en el país y terminaríamos con la cantinela de que el “progreso económico” amerita ciertos sacrificios. Recurriendo a cualquiera de los modelos y sistemas disponibles, la respuesta sería sorprendente.
Este país, si lo ha hecho, ha crecido poco y nada desde que los megaproyectos empezaron a llegar con Escondida, allá por el 89 del siglo pasado.
La impresionante pérdida de recursos naturales y los volúmenes de residuos depositados en el entorno, terminan por corregir a la baja cualquier cifra de crecimiento de que dispongamos y la acerca peligrosamente al 0.
Por tanto, la próxima vez que usted dude en tomar su cartelito, o contactar al abogado de buena voluntad para que le patrocine alguna acción o empelotarse en la Plaza Italia para que no le construyan una planta incineradora de residuos tóxicos en el rio en que le dio el beso a su primer amor, diríjale una tierna sonrisa a quien le acuse de estar oponiéndose al crecimiento económico y hágalo igual.
Salvo que lo requieran por ley de seguridad interior del Estado, siempre se puede salir bajo fianza y, donde estén, los fisiócratas franceses le mirarán con agradecimiento.
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foto: HikingArtist / Licencia CC
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