Lo primero es lo primero.
Lo prioritario hoy, sentar las bases para el avance de un proceso constituyente realmente democrático e inclusivo mediante paridad de género en los escaños, cuotas para pueblos originarios y viabilidad para postulación de independientes. Posterior a ello, ganar el plebiscito para una nueva Constitución y, en este proceso, la fórmula de asamblea constituyente (aunque en la papeleta, hasta ahora, le llamen convención constitucional).
Eso es lo principal en la contingencia actual. Porque sin ello, lo que siga no será más que un camino espurio, remedo de lo que se ha venido exigiendo desde hace ya varios años para un cambio de fondo en el modelo político institucional (y social y económico, también) chileno.
Zanjado aquello, el desafío lógico es cómo lograr que los contenidos y sentidos representativos de la diversidad de visiones del país formen parte de la nueva Carta Fundamental. Diversidad que conciten grandes acuerdos.Es dable pensar que solo incorporando un artículo alusivo al medioambiente, la tarea estará cumplida. Pero, como lo ha demostrado la Constitución de Pinochet, tal no asegura necesariamente el objetivo buscado.
El listado de demandas es amplio y visible desde antes del estallido social. En lo político, lo económico, lo ambiental, lo social, por nombrar solo algunos ámbitos, cada colectivo y sector ha planteado sus propias aspiraciones. Si no todas, muchas al menos, motivadas en la convicción de que son las que corresponden para la construcción de un mejor país, para todos y todas.
En un sistema democrático representativo (y dejando de lado el lobby, la influencia del dinero, la corrupción y el miedo, entre las formas no legítimas de incidir en la toma de decisiones), uno de los mecanismos para que principios, contenidos, ideas e incluso ideologías se vayan incorporando a la institucionalidad normativa es la elección. El así llamado voto popular. Modelo que algunos quisiéramos ampliar aún más, incluso: una representatividad permeada por democracia participativa y directa.
Si la discusión fuera solo de contenidos, una parte importante del dilema estaría superado. Elijamos a quienes representen mejor nuestras ideas y ya estamos. Voto programático, se le llama, donde el o la postulante se compromete a plasmar en su desempeño legislativo las ideas de quienes le prefirieron. En el caso de la asamblea constituyente, lo importante son los contenidos a incorporar en la nueva Constitución. Y el o la aspirante podrá ofrecer que, solo en base a la fuerza de sus ideas, logrará la tarea encomendada.
Si la vida fuera tan fácil, no sería tan difícil (permítaseme un argumento circular). Porque los mecanismos mediante los cuales se forma la ley no está solo pavimentado de razones, también de política, donde lo relevante es asimismo la capacidad de llegar a acuerdos (no confundir con transacción ni claudicación) en pos de que las materias de fondo que se impulsan tengan espacio en el texto definitivo. Profunda convicción sí, pero a la vez habilidades para la articulación, negociación, diferenciación entre lo accesorio y lo esencial, capaz de quemar ciertas naves en pos de llegar a buen puerto.
Esta característica en los constituyentes, la vocación de incidencia, contempla entender que mucho de la labor no se relaciona solo con los ámbitos directos del interés propio, sino que se topan, e incluso colisionan, con otros que son valorados para quienes pueden ser adversario en el ámbito de las ideas e intereses.
Caso emblemático es el llamado a avanzar en materia socioambiental, buscando el retroceso en el modelo extractivista que ve los ecosistemas solo como una despensa y/o un vertedero. Es dable pensar que solo incorporando un artículo alusivo al medioambiente, la tarea estará cumplida. Pero, como lo ha demostrado la Constitución de Pinochet, tal no asegura necesariamente el objetivo buscado.
“El derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación. Es deber del Estado velar para que este derecho no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza. La ley podrá establecer restricciones específicas al ejercicio de determinados derechos o libertades para proteger el medio ambiente” dice el artículo 19 número 8 de nuestra actual Carta Fundamental. Profundo texto, ¿cierto?
Pero como lo ha demostrado la realidad, no basta con tener esta frase en letras de molde para que se cumpla el objetivo ahí plasmado. El motivo, la preeminencia que la Carta Fundamental da a otros aspectos.
Eso se comprende cuando se observan las funciones a las que arrincona al Estado (el artículo 19 número 21 consagra su rol subsidiario, detrás del mercado y de las empresas), los alcances del derecho de propiedad (artículo 19 número 24 en su conjunto), por ejemplo. Porque es ahí donde la actual da primacía al derecho de propiedad individual y empresarial la potestad para determinar la gestión del territorio, la naturaleza, los recursos naturales, en contraposición al interés público y colectivo.
Enfrentar aquello requerirá alianzas no solo entre quienes tienen una visión no extractivista sobre el medio ambiente, tanto en el proceso eleccionario como en la redacción de los contenidos. El sentido de lo público, la cosmovisión de los pueblos originarios, miradas sobre el mercado, lo intergeneracional, los alcances de la propiedad privada, la descentralización como profundización de la democracia, el bien común y colectivo, forman parte de la batería de visiones que deben también ser incorporadas, en las cuales hay mucho espacio para generar puntos de encuentro. Debemos unirnos si queremos incidir, mucho más allá de los propios límites evidentes.
Todo esto con mecanismos de validación constante de los constituyentes con el pueblo representado, porque mandato no puede significar cheque en blanco. Así como la capacidad de responder ante las contingencias y devenires que emergerán en ese complejo, pero a la vez hermoso, proceso de escribir la nueva Constitución.
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