Como en una especie de venganza ante la instalación a nivel local, nacional e internacional del concepto Aysén reserva de vida, se difunden cada vez con mayor profusión los graves niveles de contaminación atmosférica de Coyhaique, capital de la región de Aysén. La paradoja de vivir en la Patagonia -territorio asociado a naturaleza en estado natural- y tener alarmantes niveles de material particulado en suspensión llama la atención no solo a quienes acá vivimos, también a los medios de comunicación.
Los espolonazos a un Aysén reserva de vida no son nuevos ni inventos de mentes complotadoras. Las entre dos y tres millones de hectáreas de bosque nativo arrasadas para convertirles en praderas ganaderas, por una errónea política pública del Estado de Chile, y la contaminación del litoral por la insustentable salmonicultura no son inventos en la cabeza de un ambientalista paranoico.
Tampoco lo han sido los intentos de instalar una gigantesca planta de aluminio en Puerto Aysén o las cinco represas de HidroAysén y las tres de Energía Austral, que aún no han quedado atrás, aún no son parte del pasado. Esto, junto a las ideas que se mantienen por un desarrollo minero a gran escala y de extracción del hielo glaciar para exportarlo al norte del país o a exóticos países del medio oriente.
Hoy por hoy existe una verdadera causa por develar la contradicción de vivir en una región que se precia de verde pero donde la presión sobre los bosques nativos y la emisión de contaminantes al ambiente por insuficiente combustión de leña generan problemas ambientales y de salud pública que obligan nuestra atención.
Porque vivir en la ciudad con el aire más contaminado de América (e incluso, por un día, del mundo), que líderes nunca antes preocupados del medio ambiente en sus actividades públicas repiten como un mantra y seria convicción, no es algo de lo cual enorgullecerse. Más aún, debe preocupar a todos y todas. Y creo que efectivamente nos preocupa.
El problema es qué hacemos con esta sensación colectiva.
De entrada se me ocurre pensar… bienvenida sea la inquietud. Algo que desde hace tiempo se viene planteando, referido a la importancia de la reflexión sobre la forma en que nos relacionamos con la naturaleza. A considerar la resiliencia (posibilidad de los ecosistemas a seguir cumpliendo sus funciones ambientales luego de ser impactados), las capacidades de carga y otros aspectos relevantes al tomar decisiones de política pública.
La reflexión colectiva también es necesaria. Ideas de todo tipo han aparecido, que se suman a las que el Estado, a través del gobierno, ha ido implementando en el marco del Plan de Descontaminación Atmosférica de Coyhaique y otras zonas del sur del país. Junto al trabajo de empresarios locales, ingenieros forestales, agrupaciones campesinas.
Pero, como dicen que dijo Einstein, no se puede buscar la solución a un problema recurriendo la misma matriz mental que lo generó.
Lo primero, ir entendiendo que lo mejor siempre es el ahorro. No solo y exclusivamente por un aspecto económico, sino porque el planeta (y la región) es uno solo y cualquier proceso de producción/transformación que emprendamos será interviniendo la naturaleza incidiendo en su estado natural. En el caso que nos convoca, seguir avanzando en el aislamiento de las viviendas (porque sus beneficios son independientes de la tecnología utilizada), el uso de leña seca, de planes de manejo de bosque nativo.
Porque el bono, el subsidio y la beca muchas veces se hacen necesarios por la urgencia que imprime la desigualdad. Estamos de acuerdo. Pero nunca, nunca tales deben ser vistos como las medidas de fondo. Las estructurales. Las de largo plazo.
Y esa, para muchos, no es más que seguir avanzando en un Aysén, reserva de vida.
En segundo lugar y ligada a la anterior, la eficiencia energética. Mejores tecnologías de combustión, mejores prácticas en el uso de la leña, procedimientos para aprovechar al máximo el calor generado (bullones, redes de calefacción interna conectados a los emisores de calor) también son una opción.
Tercero, la diversificación de la matriz energética, tanto para fines térmicos como de otro tipo. Está claro que es preciso incorporar otras fuentes al sistema, renovables no convencionales (ERNC) esencialmente, que es lo que desde distintos frentes se viene planteando desde hace mucho. Un Aysén 100 % verde en energía no estaría mal. Y que se entienda, bien utilizada la biomasa es renovable y sustentable.
Es en este contexto que el subsidio a la electricidad no es una medida que apunte al largo plazo. Podemos entender que la urgencia de salud pública que genera el problema amerita creatividad, pero un bono para traspasar dineros del Estado a una empresa privada como Edelaysen (o a alguna otra que pueda estar en el horizonte si entran más actores) no va al fondo del problema. Es contingente y puede ser una vía temporal, pero no estructural. Esto, más allá de que exista la figura de multa por sobreconsumo en invierno (¿el suplemento económico serviría para pagar esta carga?) y que la capacidad instalada de la empresa monopólica no dé para aumentar ad infinitum la demanda de electricidad.
La innovación podría ir de la mano de plantear un programa de 100 % ERNC para Aysén (ahí me gustaría ver subsidios agresivos), pero no dirigido exclusivamente a generar clientes/vendedores. No, la posibilidad de que las personas, familias, pequeñas comunidades se autoabastezcan de la energía que requieren, sin necesidad de pasar por comprarle a una empresa. Cuando uno ve la energía como un derecho social y no solo como un servicio transable monetariamente, avanzamos en esta mirada.
Pero claro, estas ideas van en contra del modelo de sociedad de mercado que hemos construido y del lucrativo negocio que las empresas eléctricas (en plural, ya que con esto abarcamos la actual y las futuras compañías dada la idea del gobierno de incorporar competencia a los sistemas medianos) quieren asegurar para sí. La mirada es de mercado, no de satisfacción de necesidades sociales. Y eso levanta un muro de diferencias en la forma de abordar el problema.
Si a esto agregamos mecanismos de planificación participativa para ir decidiendo el futuro crecimiento poblacional y urbanístico de la ciudad, considerando variables como corrientes de aire, temperatura, altitud (que inciden en la dispersión del material particulado), se va avanzando en soluciones de fondo y largo plazo. También, incentivar el asentamiento en sectores distintos (que serán siempre hermosos, así es Aysén) de la urbe mediana en que se ha convertido Coyhaique. Es pensar, en el fondo, con perspectiva descentralizadora.
Porque el bono, el subsidio y la beca muchas veces se hacen necesarios por la urgencia que imprime la desigualdad. Estamos de acuerdo. Pero nunca, nunca tales deben ser vistos como las medidas de fondo. Las estructurales. Las de largo plazo.
Y esa, para muchos, no es más que seguir avanzando en un Aysén, reserva de vida.
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