I
Si creemos las noticias como la muestran los diarios, en el momento de conocer su sentencia Luciano Pitronello sonrió. Sonrió y miró fijamente al menos a una cámara que, como los ojos de una mosca, multiplicó mil veces su imagen. A pesar de lo rudimentario que es en abstracto una mera sonrisa, puede en verdad esconder muchas cosas distintas. Hay sonrisas tétricas y sonrisas burlonas, sonrisas de resignación y de arrepentimiento. Hay, incluso, sonrisas vacías y sonrisas tristes. La sonrisa es, en realidad, un acto invasivo, un acto facial que nos arrastra a una complicidad indeseada, que nos obliga a un contacto social no querido. Una sonrisa es algo agresivo, solapado, entre buenas intenciones. De Pitronello se esperaba un acto de contrición extremo, que renunciara a la dignidad que lo iguala al resto de la sociedad y que se pusiera un peldaño más abajo que todos nosotros. Pero Pitronello sonrió y en esa sonrisa se presentó para el público, ese del cual se alimenta la cámara que lo retrató, como el desafío más extremo: Pitronello aún se creía con el derecho de interactuar con nosotros.
Las reacciones fueron, dentro del grueso del público, abrumadoramente homogéneas. Hay quienes viven dominados por el miedo, que creen que lo que tienen es lo que son y que si se les arrebata, se les arrebata parte de sí mismos. Esos que creen en el orden como valor supremo, como una forma de perpetuación del estado en que se encuentran. Ellos vieron en la sonrisa de Pitronello una promesa, una amenaza, la muestra fehaciente de que el orden en viven se ha visto vulnerado para siempre. Las expectativas que tenemos al salir a la calle se han visto truncadas, porque Luciano, con su cuerpo quemado, con un ojo perdido y con una mano y tres dedos amputados –esos mismos que, adheridos a la bomba que portaba se convirtieron en la más grotesca prueba en su contra- es la viva representación del monstruo que vendrá a destrozar nuestros sueños. En cambio esos otros, aquellos que ven que el mundo es injusto y desigual, aquellos que sufren y se frustran con esos otros indolentes que se encierran en sus elevados jardines y miran hacia adentro. Esos, que se indignan con que los sartenes tengan mangos, tenían una oportunidad de reconocer a uno de ellos, uno que cuestiona un sistema evidentemente torcido. Y sin embargo, vieron en esa sonrisa otra cosa muy distinta. Vieron a Pitronello de tez blanca y rasgos finos, vieron su rostro cándido y lleno de juventud, vieron sus apellidos europeos. Esa sonrisa fue para ellos la última burla de quien tiene el pase libre para cometer las acciones más atroces mientras atrás, su padre, tradicional y compuesto, le compraba la salida indemne. Otro tipo de monstruo.
Yo en cambio, no vi ninguna de esas cosas. Vi una sonrisa similar a la que he visto muchas veces.
II
A estas alturas, la historia de Benjamin Sachs se presenta vaga e imprecisa en mi memoria. En el Leviathan de Paul Auster, un hombre muere al estallarle una bomba que él mismo transportaba. Sin duda, un terrorista. Peter Aaron, alter ego del propio Auster, cuenta la historia de su antiguo amigo, un escritor promisorio que terminó poniendo bombas en las réplicas de la Estatua de la Libertad a lo largo y ancho de Estados Unidos. La historia, lejos de querer convertir a Sachs en un héroe, lo muestra como un hombre quebrado por la vida. Alguien que quiso hacer algo por cambiar el mundo, pero cuya visión no se presenta como producto de un mero ideal, sino de su propia experiencia. Lo muestra como un ser humano perdido, pero ser humano al fin. Y mostrar monstruos como seres humanos es ya una apuesta riesgosa. La película “La Caída” (Der Untergang), que presentaba los últimos días de la vida de Hitler, fue duramente criticada por mostrarlo como humano. Mi impresión al verla fue que lo mostraban como un sujeto despreciable y cuya evidente locura había llevado al mayor genocidio del que la humanidad tenga memoria. Despreciable y todo, era un hombre. Hay, tal vez, algo aterrador en pensar que los monstruos no son seres extraños y ajenos, seres de los que nos podemos defender, sino que son como nosotros. Son un accidente, un desvío de un camino relativamente homogéneo.
La historia de Luciano no tiene nada de extraordinario, es la historia de cualquiera y, sin embargo, con una apacible coherencia termina con una explosión de una bomba de su propia fabricación, termina con una mano y varios dedos amputados, termina con su cuerpo quemado y con unas esposas listas para posicionarse ridículamente sobre su mano ortopédica.
Un niño difícil, con problemas conductuales, expulsado del colegio. Yo tuve al menos cuatro compañeros así en el colegio. Ninguno de ellos, hasta donde sé, ha sido usuario del sistema carcelario. Un hogar roto, denuncias recíprocas de maltrato por parte de los padres, la prensa habla incluso de un arma. Fuera de las especulaciones, ¿Cuántos no son los que hoy vienen de un hogar roto? Y sintiéndose excluido en la calle y sin encontrar refugio en su familia, Pitronello lo busca en otros que sienten, como él, excluidos. A pesar de la caricatura urbana, que atribuye a la forma más simple de organización de los anarquistas una lesión a sus principios, seguramente, entre ellos, Luciano encontró algo de pertenencia: al escribir su nombre en un buscador de internet se presentan en al menos tres idiomas invitaciones a solidarizar con él. Algo que, supongo, no ayuda a su situación jurídica. Me imagino que otra búsqueda debe llevar a más de una página con instrucciones precisas sobre cómo fabricar bombas.
Como el personaje de Auster, la única forma coherente de entender la historia es considerar que poner una bomba era pasar de las palabras a la acción de una manera profundamente retorcida. Un acto violento, criminal, pero a la vez pueril y desesperado.
III
Esa sonrisa de Pitronello es la de quienes sortean la muerte. No hay aplicación más evidente de la metáfora del Leviatán que el sistema de justicia penal, en que un monstruo se yergue sobre las personas –inocentes o culpables como Pitronello- como una pesadilla insuperable. Que de pronto esa pesadilla acabe es sin duda el alivio más profundo. Esa sonrisa es la de alguien que cree tener una vida que vivir. He visto esa sonrisa muchas veces después del fin un proceso penal.
La palabra terrorismo es en sí misma aterradora. Representa la máxima expresión de la inseguridad, de la irracionalidad. Su finalidad es causar miedo, miedo de que uno sufra aquello que ya sucedió. El terrorismo es aleatorio y arbitrario. Terrorismo también es una palabra poderosa y efectiva. Bien lo saben las dictaduras que, con singular convencimiento, acusan a sus detractores de terroristas. Bien lo saben aquellos líderes que, tras las víctimas de un acto de terror, pueden unir de manera inusitada en torno a sí mismos a la opinión pública y las fuerzas políticas dispuestas a marchar a los lugares más inconexos clamando por justicia. Y es una palabra peligrosa, porque declara a los terroristas como otros, ajenos, enemigos.
Por eso no sorprenden las declaraciones de la familia Pitronello. El padre, que se autodefine como un empresario de la UDI, algo que, al menos en su mente, debe ser lo más alejado al terrorismo anarquista que uno pueda imaginarse. El hermano habría declarado que no tenían buena relación, distintos planes de vida. Remata diciendo que, a diferencia de su hermano Luciano, él y su padre son gente honrada, de trabajo. Es posible imaginarse a esa familia, de por sí con problemas, enfrentada a tener a un hermano acusado de terrorista. Debe ser difícil no sentir que Luciano les está haciendo algo a ellos. ¿Cómo no pensó en la familia antes? En esa familia que tiene que encargarse de sus gastos médicos, vivir su juicio y, por sobre todo, cargar con el estigma de tener apellido de terrorista. Por eso no son de extrañar las declaraciones de su hermana, que lo declara un peligro para la sociedad. Es su grito de independencia. Ella no es su hermana, ella no es su familia, ella no merece miradas sospechosas preguntándose si ella también es de los otros. Ella declara, en cambio, ser una víctima más.
Pero dentro esto, de pronto todo parece reunificarse. El padre –caricaturescamente ausente, que no visita a su mutilado hijo por tener demasiado trabajo- dice que Luciano ya está pagando con su cuerpo su estupidez. El hermano declara que Luciano no es un peligro para la sociedad, que lamenta lo que dijo su hermana. Lo dice en su casa, ante las cámaras de televisión. Se ve incómodo, mecánico, leyendo una declaración que no parece propia. Puede que sólo esté nervioso o que no esté de acuerdo con el contenido. Sin embargo, así es como funcionan las cosas en una familia. A ese hermano que atormentamos en el hogar también lo defendemos con nuestra vida de los abusos de terceros. A la madre, siempre incondicional, le preguntan si su hijo es terrorista. Se demora en contestar y por un momento uno piensa que se va a venir abajo y renegar de su hijo. Pero dice que no, que para ella terrorista es bin Laden y que ella conoce a su hijo y él no es así. El periodista, incisivo, insiste. Le pregunta que cómo puede ser que lo conociera y que no supiera que estaba poniendo bombas. Y ella dice la frase más iluminadora de todas: ahora lo conozco. En aquel informe en que se recomendaba que Pitronello cumpliera su pena privado de libertad, como un elemento más, fundante del mismo, se señalaba la intención del imputado de vivir en el extranjero y hacer publicaciones de carácter ideológico para catalizar sus ideas. Esto no podía sino ser visto como su intención de escapar y de seguir vinculado a grupos anarquista, que, en fin, no sería distinto de ser terrorista. A mí me parece que puede ser visto como algo diferente. Alguien que quiere vivir fuera del sistema lo puede hacer en Chile o en cualquier otro lugar. Alguien señalado como terrorista difícilmente puede volver a integrarse a la sociedad en Chile. Irse del país, paradójicamente, parece ser una solicitud de integración, de poder empezar de nuevo. Y su intención de hacer escritos ideológicos, bueno, no puede sino mostrar a alguien a quien todavía le importa lo que pase. Alguien que tiene esperanza.
Esa sonrisa de Pitronello es la de quienes sortean la muerte. No hay aplicación más evidente de la metáfora del Leviatán que el sistema de justicia penal, en que un monstruo se yergue sobre las personas –inocentes o culpables como Pitronello- como una pesadilla insuperable. Que de pronto esa pesadilla acabe es sin duda el alivio más profundo. Esa sonrisa es la de alguien que cree tener una vida que vivir. He visto esa sonrisa muchas veces después del fin un proceso penal.
Yo no conozco a Pitronello, no sé de su vida ni de sus intenciones. Mucho más van a llegar a saber los ministros que tendrán que examinar los antecedentes para decidir si el delito de Luciano es –algo dudoso- de carácter terrorista, si Luciano está mejor en libertad vigilada o encarcelado. Todavía está todo en juego. Yo, mientras, me imagino las horribles condiciones carcelarias, hombres y mujeres hacinados, pero aislados. Pocos creen ya que sea un lugar propicio para la rehabilitación, sino que un lugar favorable para el cultivo de monstruos. En cambio, creo que alguien con esperanzas, tiene muchas más posibilidades, quizá tampoco demasiadas, de convertirse en alguien útil para la sociedad. Aunque sea cuestionándola.
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jorge1812
Interesante tu reflexión sin duda. Sobre todo porque en torno a Pitronello, tanto a favor o contra, existe una posición similar frente al Leviatán.
En ambos casos, en lo más profundo, algunos esperan que se monstruo se alce a su favor para controlar y ojalá dominar totalmente y con fuerza brutal a quienes consideran monstruos, en base a divisiones simplistas como ricos y pobres, capitalistas y comunistas, explotadores y explotados, junto con todo lo que representan. Se podría decir entonces que sus esperanzas se fundan en un odio subterfugio.
Entonces no es extraño que vean a aquellos “distintos”, a quienes no conocen o conocen como entidades abstractas, como entes no humanos, les sean aborrecibles, despreciables, y siempre menos humanos que ellos. Eso lo podemos apreciar a diario cuando la gente se refiere a sus adversarios políticos, del equipo de fútbol, en las calles, incluso al vecino que nunca saludan, al chofer del transporte público, al policía, al estudiante, etc.
Por eso, en nuestras sociedades siempre “mostrar monstruos como seres humanos es ya una apuesta riesgosa”. Es siempre políticamente incorrecta, porque mostrar la humanidad de los monstruos es acabar con los dos minutos de odio de alguien que los usa a su favor personal, o de alguien que los ha asumido como un feligrés.
Mostrar la humanidad de los monstruos, es mostrar cuán cerca está de cada uno de nosotros la banalidad del mal, tal como lo hizo Hannah Arendt al analizar el juicio a Eichmann. Es mostrar, tal como dices, que “los monstruos no son seres extraños y ajenos, seres de los que nos podemos defender, sino que son como nosotros”.
Pero además, mostrar la humanidad de los monstruos no sólo es mostrar el carácter mítico de aquellos monstruos, sino también el de aquellos monstruos, que son vistos como supuestos redentores, considerados iluminados, líderes infalibles, idolatrados, por algunos, que incluso -y eso nos demuestra lo cerca que esta la banalidad del mal- justifican y aplauden sus actos miserables e incluso criminales.
¿Quién está siempre detrás de esos actos camuflados de esperanza? El Leviatán. Incluso en el propio acto de Pitronello estuvo tal principio nefasto.
jorge navarrete j.
Excelente analisis…..el que se crea libre de pecado;que arroje la primera piedra.
Maria Jose Gonzalez Pacheco
Es impresionante como muchas veces somos incapaces de ver la completitud del ser humano. Para nuestra seguridad y tranquilidad preferimos pensar que la gente es buena o mala y olvidamos los matices, donde una sonrisa puede tener 1000 significados.
Isabel Margarita Pacheco
Coincido con tu análisis.Solo es posible algún tipo de rehabilitación dentro la familia «ahora que lo conocen»
Matías González
Excelente columna, nos muestra un enfoque que toma trabajo ver y comprender… Por otra parte, nos hace ver el tipo de justicia que se imparte en Chile, una punitiva, mas que preventiva o de generar mecanismos para solucionar los problemas de las sociedad.
Felicidades Señor Winter.
pipehenriquezo
De partida, te felicito por tu columna, Jaime, clara y precisa. Además de mostrar la realidad de la justicia en Chile, la reflexión sobre la rehabilitación dentro de la familia y su entorno es posible.
Giselenka UriBitch
Excelente. Siempre son sorprendentes aquellas reflexiones que al ser compartidas con claridad, podrían llevar a cualquier mente -que funcione- a mirar con una nueva perspectiva aquello que ciertos sectores, por cierto nada limpios de lo que llaman terrorismo, nos intentan inducir a creer.
Ana María Gajardo
artículo como pocos, te saca de las dos dimensiones, te obliga a pensar en volumen, te saca del paradigma predominante, obliga a la reflexión, te empuja a la complicidad con tus rabias personales. Me pasa que acostumbrada a encontrar la trinchera en la 3º línea, tuve que leerlo completo para quedar mas pensativa que con respuestas. Me duele esa familia
juan sebastián gumucio r.
Coincido con el enfoque de este interesante artículo. Silenciando el griterío de los inquisidores,Winter nos invita a recorrer un camino más reflexivo en el que el joven Pitronello,a quien tampoco conozco, pero logra conmoverme, es considerado en su condición humana.