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Supplicium: ¿Justicia o satisfacción?

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La muerte, fenómeno natural del proceso de la vida. Seamos ricos o pobres, clase alta, media o baja; todos vamos directo hacia ella y demuestra que los bienes existentes en la tierra nos dieron un estatus de vida, pero no la posibilidad de ser inmunes ante aquel personaje triste y sombrío.

Los encuentros con la Parca, no muchas veces, son al llegar a la conclusión del ciclo vital, llega de forma inesperada, donde un simple acto de cruzar la calle, se vuelve un instante eterno en el reloj.

Si bien, es natural, este proceso culturalmente es llevado de diferentes formas, por ejemplo, en Chile desde pequeños nos enseñan a temer a la muerte. Dependiendo del culto, en algunos casos, es mostrada como un momento de tristeza, en otros es vistos como una fiesta -como en México- donde se celebra el llamado día de los muertos y la Catrina es el personaje primordial.

Pero, si el encuentro con aquel personaje sombrío ha sido presentado como respuesta a un hecho delictivo, en la cual el delincuente asume las responsabilidades penales, con su vida. Esta resolución ha estado presente a lo largo de la historia humana, lo podemos encontrar en el Código de Hammurabi e incluso en la Biblia donde relata, el proceso de la Crucifixión.

En nuestro país, la última ejecución correspondió a la de Jorge del Carmen Valenzuela Torres, también conocido como el Chacal de Nahueltoro, un trabajador de un fundo de aquella localidad de la región del Bio Bio, quien asesinó a su pareja y sus respectivos hijos.

En ese año, aquella condena encontraba su aplicación en el Decreto 1439 que fue promulgado el 18 de mayo de 1965 y publicado el 02 de Junio del mismo año. Este instructivo, versaba que esta pena se ejecutaba tres días después de notificado el recluso del cúmplase de la sentencia ejecutoriada, además agregaba que si el vencimiento de este día correspondería a una de fiesta religiosa o nacional, era postergada para el primer día siguiente que no tenga tal carácter.

Una vez que era notificado el recluso de la sentencia de muerte, el prisionero era colocado en celda separada con custodia de vista y se le ponían esposas, grillos, o grilletes, y desde ese mismo momento sólo podía ser visitado por un sacerdote o ministro del culto que hubiere sido aceptado o solicitado, por el Director General y Subdirector abogado del Servicio de Prisiones, por el Jefe del Departamento de Criminología, por el Inspector Zonal de la jurisdicción, por el Jefe del Penal, por el Jefe de la Guardia, por el personal de vigilancia encargado de su custodia, por el médico y por el practicante del establecimiento. Además de las personas indicadas, también podían visitar al reo, el día anterior al del fusilamiento, los miembros de su familia o las personas con quien vivía antes de ingresar en prisión, siempre que el condenado lo pidiera o aceptara tales visitas con consentimiento por escrito. El fusilamiento se verificará de día, de preferencia en la madrugada, correspondiéndole al Jefe de la prisión determinar la hora exacta.

El pelotón de ejecución estaba compuesto por ocho miembros sorteados entre el personal de vigilancia de los diferentes establecimientos, que para estos efectos, designaba el Director General del Servicio, de este sorteo se excluía a los funcionarios menores de treinta años y mayores de cincuenta, a aquellos que hubieran prestado servicios en el o los establecimientos en que hubiere estado recluido el condenado y a quienes se encuentraban en tratamiento médico por enfermedades cardiovasculares o neuropsiquiátricas, a esa fecha.

El pelotón era dirigido por un oficial de vigilancia con grado de Teniente o Capitán. Para elegirlo y nuevamente se sorteaba entre todos los oficiales del Servicio de Prisiones que tuvieran tal grado, excluyendo a aquellos cuya edad fuera inferior a los veinticinco años. Él, además era quien cargaba las armas colocando en una de ellas un tiro de fogueo, las armas estaban provistas de un silenciador y eran elegidas al azar por el pelotón de fusileros en ausencia del oficial que procedió a cargarlas.

El penado era conducido al banquillo con la vista vendada. La ejecución se efectuaba estando el sentenciado sentado y asegurado. Las órdenes de mando eran impartidas en silencio y sólo se permitía junto al condenado, un sacerdote o ministro del culto que hubiere solicitado y al médico que  designado, quien certificaría el hecho de su fallecimiento.

El pelotón debía actuar sin que el condenado se percatara de su presencia y a una distancia que se estimara prudente. Debe mediar el menor tiempo posible entre el momento en que el condenado sea asegurado convenientemente en el banquillo y el momento de la descarga.

El médico comprobaba la muerte del condenado. Si el reo aún vivía, y se estimaba que las heridas recibidas no eran mortales o que el condenado estaba consciente y sufriendo, el pelotón disparaba nuevamente sobre el condenado.

Al Fin y al Cabo, el ser humano, puede dar y quitar vida, en este último momento, se siente con poder sobre otro, pero como dice en un decálogo de un texto sagrado, No matarás… ¿O será un acto placentero, al ver que otra persona está recibiendo lo mismo que provocó y haciéndolo extensivo a su grupo familiar, formando un ciclo donde unos y otros se culparan?

El cadáver del ejecutado era entregado a su familia, si así lo pidiere, quedando obligada a enterrarlo en forma absolutamente privada, si no era reclamado, se le dará sepultura por cuenta del establecimiento.

En el caso que una misma sentencia condene a muerte a dos o más reos, y el cúmplase de dicho fallo les era notificado el mismo día, el fusilamiento de todos ellos era simultáneo. En consecuencia, se formaban tantos pelotones de fusileros como era el número de condenados, pero las órdenes las daba un solo oficial. Las descargas debían ser simultáneas. Debía haber un médico por cada ejecutado, y cada uno de ellos podía tener el auxilio espiritual del sacerdote o ministro de culto que hubiere solicitado o aceptado.

El instructivo fue derogado por el decreto número 623, de 25 de Enero de 1951, extendiéndose a sus modificaciones.

Hugo Gómez Padua, de nacionalidad colombiano fue uno de los dos condenados que se salvó del pelotón de fusileros, después de violar y asesinar a la niña Camila López, de 10 años, en enero de 1999 y el segundo condenado fue Luis Carrasco Mardones, que en marzo de 1999 violó y asesinó a la adolescente de 15 años.

Ellos se salvaron de la pena de fusilamiento luego de que el Presidente Ricardo Lagos, firmara la ley que abolía dicha pena en Chile, y dando cumplimiento al pacto internacional, desde ese momento los condenados pasaron a reclusión perpetua, y dejando al estado, el costo de $ 724 mil al mes por cada reo, y un costo anual de $ 8.688.000.

Si vemos un país donde se aplique la Pena de muerte, es EEUU, aquí se utiliza el mismo procedimiento que se usaba en Chile, es decir, separar al reo y asignación de sacerdotes y el derecho a “La última cena”. En la actualidad, este país usa la inyección letal, donde el ejecutado está conectado a un monitor cardiaco, desde el momento en que es puesto en la camilla. Se usan tres sustancias conjuntamente: tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio. La primera tiene por objeto dejar inconsciente a la persona para que no sufra de ningún dolor. El segundo paso detiene la respiración del prisionero mediante la aplicación de un relajante muscular que detiene los movimientos respiratorios, y para concluir se detiene el corazón de la persona, todo a la vista del público asistente.

El costo de la inyección letal, $1,286.86 dólares, es decir, $75.381.543 pesos Chilenos.

Al Fin y al Cabo, el ser humano, puede dar y quitar vida, en este último momento, se siente con poder sobre otro, pero como dice en un decálogo de un texto sagrado, No matarás… ¿O será un acto placentero, al ver que otra persona está recibiendo lo mismo que provocó y haciéndolo extensivo a su grupo familiar, formando un ciclo donde unos y otros se culparan?

 

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