El voto del juez Pedro Pierry, a la luz de la ética pero también de la Constitución y la conciencia de la elite.
El ministro de la Corte Suprema, Pedro Pierry, tiene razón. Su voto de rechazo a los siete recursos de protección interpuestos por pobladores, organizaciones ambientales y parlamentarios para revertir la aprobación regional de HidroAysén no puede ser impugnado legalmente. Al contrario de lo que nos vocea el sentido común, poseer 109 mil acciones (avaluadas en unos $ 100 millones) en Endesa, controladora de la sociedad más odiada de Chile, y fallar a su favor no está prohibido por nuestro derecho positivo.
Así lo expresa el Código Orgánico de Tribunales al referirse a las causales de recusación cuando se es dueño de acciones de sociedades anónimas abiertas: sólo en la medida que el magistrado posea más del 10 % de los papeles emitidos se puede invocar una inhabilidad. Algo que no aplica a la situación de cuestionado juez ya que sus acciones representan sólo el 0,0013 % del total de la eléctrica.
He aquí un primer problema de nuestra legislación sobre probidad. Porque en este caso la pregunta de fondo no es el porcentaje de participación del juez en la sociedad afectada por su voto sino cuánto representan tales acciones en su patrimonio. Y así dilucidar si su decisión (en un contexto de 3 a 2, prácticamente dirimente) pudo estar o no condicionada por un interés particular económico y no necesariamente por la correcta aplicación de justicia.
De todas formas, y a pesar de lo señalado por Pierry y quienes respaldan su tesis positivista, incluso a nivel normativo aún es posible discutir la legalidad de su participación en el fallo. Para entender tal, huelga recurrir al principal reglamento nacional, la Constitución. Ésta señala expresamente en su artículo octavo que “el ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”. Bajo este prisma es dable analizar tanto el actuar del juez como la constitucionalidad del Código Orgánico de Tribunales, ya que dado el alto rango de la Carta Fundamental ninguna norma debiera contradecir sus preceptos fundantes. Materia para los juristas.
Pero más allá de la discusión sobre la normativa, está claro que en Chile se requiere un gran cambio. Uno que eleve los estándares de la probidad y asegure que las decisiones de Estado se adopten velando por el bien colectivo y no calculando su impacto en el patrimonio personal o del grupo al cual se adhiere (o con el cual se tienen cuentas pendientes). En días en que la confianza en las instituciones se cae a pedazos, tal esfuerzo no sólo es necesario sino vital.
Esta transformación debe darse en dos ámbitos.
El primero, reforzando a todo nivel la legislación relacionada. Un primer paso podría ser traspasar la doctrina que rige a nivel administrativo –en el Ejecutivo- al ejercicio del Presidente de la República y de los poderes Legislativo y Judicial. No es sano ni justo que la aplicación de los principios sobre probidad quede exclusivamente sujeta al criterio de los interpelados, que en este caso lamentablemente han demostrado vivir en un mundo paralelo, donde los valores de la masa plebeya no les alcanzan. Es más, ni siquiera les rozan.
El segundo –condición sine qua non del anterior y más difícil aún de conseguir-, que quienes detentan el poder (en todo ámbito) adquieran una nueva conciencia. En un país históricamente vertical y autoritario como Chile, es hora de terminar con la noción de quienes viven en la cúspide social y económica en el sentido de creer que por ese solo hecho su palabra es ley, fuera del alcance del escrutinio ciudadano. Sólo luego de este cambio estarán a la altura del rol que en las actuales circunstancias les toca cumplir. En todo caso, si no lo comprenden hoy lo harán mañana gracias a que el Gran Hermano ya no sólo es el habitante de la alta montaña, quien puebla el valle también lo puede ser. Y todo gracias a San Internet.
En un país donde en muchos casos la élite se reproduce y existe esencialmente por la inercia social, ejerciendo roles que ya cumplían sus ascendientes, la autoridad, al igual que la legitimidad, no basta con heredarla, hoy es imprescindible ganársela.
No asumir aquello es cobijar irresponsablemente una bomba con contrarreloj activado, peligrosamente sobre nuestra paz social.
* Sobre este mismo tema, te recomendamos leer a Sergio Montenegro, «Fallo HidroAysén: Crónica de una aprobación anunciada»
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Foto: The Clinic
Comentarios
18 de abril
Queda claro que cumplir con la ley no basta.
Hoy no es suficiente con la legalidad de las decisiones, el problema está en la legitimidad de las mismas.
Si bien no podemos pretender que las autoridades no tengan acciones, propiedades, inversiones, dinero, entonces el cambio tiene que venir de la forma en que se administran esos bienes cuando asumen un cargo de poder, sea cual sea (Gobierno, Parlamento, Justicia, Superintendencias, etc, etc).
Y ahí está la discusión, ¿tendrán que poner toda la plata en un fondo mutuo, ya que ahí no se sabe dónde están invertidos los recursos?
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