Cuando las movilizaciones estudiantiles se aprestan a cumplir medio año y con un Presidente cuya gestión es rechazada por tres de cada cuatro chilenos, el Gobierno ha echado mano a un viejo recurso de la derecha política: el control penal. En menos de un mes y sin decir agua va, se han realizado al menos tres anuncios importantes en esta línea. Primero, a comienzos de octubre, el ingreso a trámite legislativo de un proyecto de ley que fortalece el resguardo del orden público (o “ley Hinzpeter” a estas alturas). Luego, el anuncio del titular del Interior acerca que el Ejecutivo invocará la Ley de Seguridad del Estado en el caso de los desórdenes públicos ocurridos en el marco del paro nacional de la semana anterior, que luego replicaría su colega de Transportes con ocasión del paro de taxis colectivos de mediados de esta semana. Y por último, el viernes de la semana pasada, las declaraciones del ministro de Justicia en las que explicitó que el Gobierno condicionará el ascenso de los jueces de garantía a su jurisprudencia y criterios ante las detenciones por desórdenes públicos.
Los tres anuncios mencionados debieran inquietarnos, no sólo a quienes concebimos un ordenamiento jurídico progresista y profundamente democrático, sino a cualquier abogado u operador judicial puesto que estas políticas buscan erosionar principios intrínsecos al sistema procesal penal, como la máxima reducción cuantitativa de la intervención penal y la ampliación de los límites garantistas, e incluso a toda la ciudadanía, puesto que ponen en entredicho fundamentos del Estado de Derecho, como la separación de poderes y la independencia del Poder Judicial. Si a ello le sumamos que estas medidas se asientan sobre las presiones al Gobierno de su electorado más tradicional y de la imperiosa necesidad de obtener aprobación fácil y rápida a su gestión, deberíamos no sólo inquietarnos sino que alarmarnos e indignarnos: estamos ante la amenaza del populismo penal.
Generalmente, se suele asociar este tipo de políticas a regímenes autoritarios o totalitarios que desconocen los principios del Estado de Derecho. Entonces, rápidamente estas medidas se han ganado en las redes sociales el anatema de “pinochetistas”. Pese a la permanencia de personeros de la Dictadura en La Moneda, resulta en extremo simplista endosarle la responsabilidad de su diseño al extinto general (más aún, si Piñera ha gritado a los cuatro vientos que votó por el “No” en el plebiscito). Además, no sería del todo justo con el gobierno de turno, considerando que administraciones anteriores de signo político diverso también coquetearon con medidas iguales o parecidas (e.g. Lagos invocó en 2002 la mentada Ley de Seguridad del Estado en contra de los dirigentes del transporte a raíz del paro de las micros amarillas).
Más bien parece haber detrás de estas políticas la aplicación de una visión economicista al Derecho penal, tendencia alentada por la escuela del análisis económico del Derecho. De esta manera, los gobiernos de 1973 en adelante replicarían el clásico modelo de Adam Smith, que identifica tres obligaciones principales que debe atender el Estado: “la primera, proteger a la sociedad de la violencia e invasión de otras sociedades independientes; la segunda, poner en lo posible a cubierto de la injusticia y opresión de un miembro de la república a otro que lo sea de la misma…; y, la tercera, la de mantener y erigir ciertas obras y establecimientos públicos, a los que nunca pueden alcanzar ni acomodarse los intereses de los particulares o de pocos individuos, sino los de toda la sociedad en común”. Por lo tanto, un Estado de impronta neoliberal robustece estas tres funciones (defensa nacional, control del delito y obras públicas) a costa de reducciones del gasto público en educación, salud, seguridad social y vivienda.
Podemos encontrar ejemplos de gobiernos electos democráticamente que dan cuenta de esta tendencia en el mandato de Margaret Thatcher que, al mismo tiempo que desreguló la economía y aplicó severos recortes al gasto fiscal, libró la Guerra de las Malvinas. También en el gobierno de Ronald Reagan que, a la par de la implementación de la reaganomics aumentó exponencialmente el gasto militar en el contexto de la Guerra Fría. Similar expansión tuvo el gasto en policía y cárceles durante ambos períodos. En contraparte, aquellas economías que adoptaron en menor medida políticas neoliberales experimentaron un crecimiento igual de paulatino en sus instituciones punitivas.
Pero la influencia de los postulados neoliberales no se ha limitado al volumen del gasto. También, ha impulsado una redefinición de las funciones del control penal. Mientras la economía keynesiana veía en la prisión un importante componente del Estado de Bienestar, procurando reeducar al condenado para favorecer su reinserción en la sociedad, los seguidores de la Escuela de Chicago han favorecido el uso correctivo y segregacionista de la justicia criminal. Así, una política criminal neoliberal tendría por objeto resguardar al sistema político y económico de los mismos que éste excluye, privándolos de su fuerza útil puesto que se teme podrían usarla para poner en riesgo la estabilidad del propio modelo (e.g. el arresto de los imputados por asociación ilícita terrorista en el llamado caso Bombas). Hay en esto último lo que Foucault llamara “una economía política del cuerpo” y cierto perfume al “derecho penal del enemigo” de Jakobs.
En síntesis, resulta preocupante la arremetida de la intervención penal en la discusión pública, que ya venía en alza en los últimos años y que se ha intensificado en el bienio de Piñera. Con mayor razón, si dicho auge se busca obtener a costa de retrocesos serios en la vigencia de las garantías mínimas de la convivencia democrática y en pos de la pequeñez populista de algunos. No se puede desconocer el legítimo interés del Estado en desarrollar cabalmente todas sus funciones, incluyendo la de controlar el delito, puesto que el mismo bien común lo compele a aquello. Sin embargo, el ilícito no puede ser usado como un voladero de luces por el modelo neoliberal que soslaye el debate sobre sus profundas grietas desnudadas por los movimientos sociales. Ni tampoco, en un elemento arrojadizo con el cual la autoridad pública responda al más minúsculo atisbo de oposición. Una cosa es gobernar para prevenir y controlar el delito, y otra muy distinta es, como se titula el libro de un profesor de Berkeley, “gobernar a través del delito” (Simon, Jonathan. Governing through Crime: How the War on Crime Transformed American Democracy and Created a Culture of Fear. New York: Oxford University Press, 2007).
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Foto: elquintopoder
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