La muerte de 81 reclusos en la cárcel de San Miguel constituye uno de los temas más políticos que han saltado al debate en los últimos tiempos. Qué tema podría decir más acerca de cómo las decisiones del poder se transforman en políticas públicas que el conjunto de medidas que un Estado adopta para hacerse cargo de los excluidos, de los que están fuera de la ley.
“La cárcel es la última frontera de la sociedad posmoderna, el límite detrás del cual se arroja todo lo que no sirve para la estructura económica y social actual”, apuntó en una columna en elquintopoder.cl el abogado Raúl Palma.
“Es una forma hábil pero cruel de manejar la excedencia en un sistema neoliberal, donde es necesario ser eficientes y productivos y donde los sujetos de clases inferiores refractarios al orden imperante, deben ser marginados en una zona invisible y no onerosa para la sociedad”. Enfoque que se empalma con el del Foucault más clásico, el de vigilar y castigar, y su aterradora metáfora del panóptico.
Ricardo Lagos abordó días después idéntico tema. Cuestionado por Ena von Baer, en cuanto a que en su gobierno poco y nada se habría hecho para resolver la crisis carcelaria, defendió su gestión en este ámbito, recalcando que se hizo un “gran esfuerzo”, pero “insuficiente”.
Hasta ahí su respuesta se enmarca en la lógica de un ex mandatario que defiende su trabajo, lo cual parece entendible, dado que señaló además las causas que incidieron en ello. Entre otras cosas, la implementación de la Reforma Procesal Penal, lo cual redundó en un rápido incremento en el número de personas presas.
De hecho, los 35.000 internos que existían durante su gobierno se multiplicaron hasta llegar a constituir hoy una masa de 55.000 detenidos, lo que hace que por más que se construyan cárceles, éstas nunca den abasto ante una incesante demanda.
Chile tiene una alta tasa de encierro (311 por cada 100 mil habitantes): la tercera en Sudamérica y la 34 del mundo. Por ello, cuando el ministro de Justicia Felipe Bulnes plantea que el serio problema de DDHH en las cárceles está planteando un dilema de hierro para el gobierno: cómo conciliar políticas de mitigación del hacinamiento con la promesa electoral de Piñera de “mano dura” contra el delito.
Pero también está en problemas la oposición progresista cuando se pliega al discurso punitivo extremo, instalado por los medios, y se autojustifica ante la opinión pública diciendo que no sólo construyó cárceles sino que además dio inicio a la licitación de cárceles concesionadas. Experiencia polémica y no exenta de cuestionamientos.
Puede decirse entonces que una izquierda que acoge en forma acrítica el relato dominante de “más y mejores cárceles” no aporta al debate sustantivo que nuestra sociedad necesita en este campo. Y no hace más que ratificar la clarividencia de Norbert Lechner, quien indicaba que “ya que un gobierno honesto no puede prometer seguridad a sus ciudadanos, descarga angustia acumulada a través de campañas antidelincuencia”.
Así el miedo se convierte en un negocio. A través de dos vías: a) descalificar al adversario político –la Concertación y su gobierno cuatripartito de dos décadas- por su presunta "blandura"; y b) generar oportunidades de negocios por medio de la privatización de las cárceles, al abrigo de una Constitución que consagra el rol subsidiario del Estado.
Con lo cual se crea una externalidad positiva adicional: postular que debe acabarse el “recreo” para las delincuentes y que hay que poner un candado a la "puerta giratoria". Un discurso basado en consignas facilistas que obtiene su premio mayor cuando se impone como consenso social la idea del orden a cualquier precio, metiendo por igual entre rejas a delincuentes avezados y vendedores de CD piratas.
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Foto: MediActivista / Licencia CC
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