No cabe duda que la Reforma Procesal Penal ha sido el hito jurídico más significativo de los últimos cien años en nuestro país. Y no sólo meramente jurídico, sino que ha sido también un hecho histórico, cultural y democrático de relevancia indiscutible.
Sin embargo, el sistema penal reformado en 2000, con toda su estructura de garantías, principios y derechos, reflejado en la consagración de la presunción de inocencia, el reconocimiento normativo del principio de culpabilidad, la implantación del sistema adversarial, entre otros, pasa por difíciles días, tanto por su credibilidad como por su coherencia, ya que al ser prácticamente una legislación omnipresente provoca altos índices de reclusos con las consecuencias nefastas que aquello conlleva y, por otro lado, bajos índices de eficacia y seguridad por su descrédito en la población.
Para nadie medianamente informado es un misterio que la Reforma Procesal Penal tuvo que coexistir desde el comienzo con las doctrinas imperantes en la política criminal del nuevo siglo, aquellas del expansionismo penal, el populismo punitivo, la proliferación de leyes penales especiales, el derecho penal del enemigo, el peligrosismo, el “nuevo gran encierro”. Es decir, todas aquellas corrientes que retoman de alguna forma algo del positivismo decimonónico y del disciplinamiento a través del encierro de los grupos peligrosos y lo renuevan casi como acto de fe en el castigo penal “eficiente” y lo traducen en la forma de gestionar los riesgos en sociedades neoliberales sin solucionar los conflictos sociales de fondo.
De este modo, se han sucedido una tras otra las reformas y modificaciones al Código Procesal Penal, en un afán compulsivo por cercenar los derechos y principios originales de la arquitectura liberal y garantista del sistema, priorizando en definitiva, los nuevos modelos de –supuesta- eficacia persecutoria. Estos actúan sobre la base de la prevención a través de la privación de libertad de grupos riesgosos, la ampliación de facultades policiacas y persecutoras frente a un poder de decisión del juez cada vez más acotado, la reducción del ámbito de acción de la defensa, la proliferación de juicios abreviados y la creencia ciega en la cárcel, para adultos o adolescentes, como remedio a la inseguridad.
Todo esto habla de una involución del sistema penal reformado, tal como lo ha señalado el penalista Guzmán Dalbora, porque claramente una reforma legal imbuida de los más sólidos principios del proceso penal liberal, que incorporaba los derechos consagrados en los tratados internacionales de derechos humanos y que inauguraba un proceso moderno, equilibrado y sustentable constitucionalmente, no se aviene con lo que hoy tenemos y que obedece a estas políticas reactivas a la inseguridad social que lo pretenden solucionar todo mediante la protección penal integral, aún a costa de su ineficacia real y de las incongruencias incluso constitucionales.
Hace poco se ha anunciado una nueva reforma en el ámbito penal que busca endurecer la mano respecto a la delincuencia, una más y que por cierto transita por el mismo camino antes referido. Ante el callejón sin salida en que nos coloca la política criminal actual, aquí y en gran parte del mundo y que ha llevado a muchos a plantear "¿Quo vadis proceso penal?", me permito plantear dos cosas.
La primera en relación a lo inevitable, es decir que frente a la inminencia de una nueva reforma, esta vez el legislador no solo tenga en consideración las encuestas sobre subjetividades, es decir sobre miedo el delito, miedo a ser víctima, percepción de inseguridad, que provocan distorsiones y son de difícil acreditación, sino que se incorporen estudios criminológicos, penales y de política criminal que midan científicamente los efectos de las modificaciones y su impacto en el sistema y en la sociedad.
La segunda, y para las futuras modificaciones que de seguro ocurrirán, creo racionalmente necesaria la propuesta de Ferrajoli en Italia que él denomina “Reserva de Código”, es decir, que todas las materias penales se encuentren en el código penal y procesal penal y que por lo tanto cualquier reforma en materia penal se deba hacer a estos códigos pero con quórums especiales que refuercen el impedimento a la intervenciones permanentes del legislador.
En tiempos donde parece inevitable el quiebre del razonable proceso penal liberal en el mundo, aún cuando en Chile a diferencia de otros países el proceso penal reformado sólo lleva diez años, lo que torna la situación aún más trágica, es necesario más que nunca agotar todos los esfuerzos por evitar que esto ocurra y la única forma es volviendo la mirada hacia los principios.
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1 Comentario
nicogeorger
Creo que mientras no veamos el problema penal con una perspectiva unitaria, es decir que se tome el enfoque judicial, social y sobre todo educacional, las políticas orientadas a «mejorar» el sistema, serán una raya en el agua.
Existe un problema grave, principalmente originado en el modelo de vida y sociedad que tenemos. El neoliberalismo cada vez generará más sectores periféricos a la sociedad (periféricos en lo social, urbano, económico, cultural, etc) y la distancia que se generará entre los que están en la periferia y los que están dentro del círculo del «sistema» serán cada vez más violentados por estos grupos «perifericos», subproducto del propio desarrollo avasallador de este «centro». Es a tal punto la crisis, que a largo plazo podemos caer fácilmente en un segundo oscurantismo, salvo que esta vez los bárbaros no serán germanos huyendo del yugo huno, sinó que compatriotas angustiados por la vida miserable.
La única solución es educación!