Chile es un país que se vanagloria de la democracia que tiene. Sin embargo, quiero partir esta columna con la siguiente afirmación: En Chile la tortura sigue existiendo por parte de agentes del Estado en contra de los ciudadanos.
Las imágenes difundidas respecto de la golpiza que un grupo de gendarmes da a privados de libertad de la Cárcel de Rancagua es un ejemplo claro y evidente de la afirmación que estoy haciendo. La situación de la que hemos sido testigos define lo que un agente del Estado no debe hacer. El cuerpo de gendarmes tiene una misión clarísima respecto de la población penal privada de libertad, fijada por nuestras leyes y los tratados internacionales sobre derechos humanos: custodiarlos para evitar fugas, trabajar por su reinserción social y, en términos generales, cumplir un rol de garante de estas personas y de los derechos que no han perdido en razón de la sentencia penal que los condena. Ese rol de garante, lógicamente, no incluye la facultad de golpear salvajemente a la población penal a su cuidado.
Conozco la realidad penitenciaria, por lo que puedo decir con conocimiento de causa que la situación de la Cárcel de Rancagua no es aislada, como afirmó un dirigente gremial en entrevista a diversos medios. Actos de esta índole se dan recurrentemente en diversos establecimientos penitenciarios del país. Sin más, podemos recordar situaciones como las de la Cárcel de Valdivia el 2013 y de Villarrica el 2010. Estos casos son la punta del iceberg de un modo de actuación arraigado en cierto grupo de funcionarios penitenciarios (no todos), quienes llevan adelante estas prácticas de manera sistemática, casi por diversión, amparados en el anonimato e invisibilización propios del fenómeno carcelario.
El camino para cambiar esta situación debe tener dos variantes: por una parte la sociedad debe cambiar la concepción de que el privado de libertad debe sufrir lo más posible durante el cumplimiento de su condena. No podemos concebir a la sanción penal como un castigo que llegue a niveles infrahumanos. La pena, por sobre todo, tiene una función resocializadora y no puede transformarse en una excusa para el ensañamiento estatal. En términos sencillos, debemos ir a lo básico: el sistema penitenciario trata de personas con uniforme trabajando con personas condenadas penalmente. Ambos grupos tienen dignidad y derechos que deben ser respetados, pero ese deber se profundiza aún más en los agentes del Estado que tienen el rol de protección y garante. En este sentido, nuestra comunidad debe condenar fuertemente las violaciones a los derechos humanos que suceden en los Establecimientos Penitenciarios.
No podemos concebir a la sanción penal como un castigo que llegue a niveles infrahumanos. La pena, por sobre todo, tiene una función resocializadora y no puede transformarse en una excusa para el ensañamiento estatal.
El segundo camino debe estar dirigido a los funcionarios penitenciarios. Por una parte, resulta fundamental y básica la sanción administrativa y penal a los responsables. La autoridad de Gendarmería debe entender que estos elementos son negativos para la institución, ponerse los pantalones y separarlos de sus funciones. Por unos pocos la imagen del servicio se ve mancillada. Luego, la institución debe reforzar los planes de capacitación en materia de ética funcionaria, probidad administrativa y conocimiento de estándares internacionales en materia de derechos humanos. Los funcionarios deben comprender que la función que ejercen es una labor pública, dirigida entre otros asuntos, a lograr la eficacia estatal y propender al bien de las personas con las cuales interactúan. A su vez, también deben internalizar que la persona con que trabajan, el preso, no es su enemigo. Por último, urge contar con un sistema de atención psicológica para los funcionarios. Trabajar en una cárcel es extremadamente difícil, el ambiente es violento y siempre se debe estar alerta. Este ambiente genera problemas psicológicos en funcionarios que deben ser tratados con la finalidad de tener un gendarme apto para llevar a cabo su labor.
Mientras nuestra sociedad no entienda la fuerza e importancia de respetar la dignidad y derechos de todas las personas y, con mayor razón, la de aquellos que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad, atropellos a los derechos humanos como los que vimos en la Cárcel de Rancagua se seguirán manifestando. En este punto, debemos recordar lo que dijo Nelson Mandela hace algunos años «Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada»
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Cesar
Señor Luis G., Dios quiera que jamás deba pasar por una carcel porque creo asi entendería mejor el articulo. Todos en algun momento opinamos de manera contraría cuando no estamos pasando por una realidad asi, alguna vez tambien pensé que tener carceles era innecesario y que nuestros impuestos y recursos del estado debian invertirse mejor. Hoy me toca de cerca y pase por ese mundo: nadie, pero absolutamente nadie debe sufrir los horrores de las carceles, por si no lo sabe aún el más perverso ser humano posee dignidad, algo que no se quita con las acciones. Los errores se deben pagar, cualquiera hoy en día puede estar en un lugar así, nadie esta libre asi como nadie puede decir que la lluvia no lo va a mojar aunque se proteja.
La realidad de las carceles es algo que no se muestra, solo nos enteramos de la parte que nos quieren mostrar, pero lo cierto es que es un mundo aparte, en donde encuentras todo tipo de gente.
Creo que eres una persona que piensa que jamás le puede pasar nada, todos somos personas y merecemos respeto, incluso los privados de libertad, porque tu no eres juez y tampoco sabes que circunstancias los llevaron a las carceles. Mas cuidado con ese tipo de opiniones.
Luis G.
Hay algo de lo cual, creo, el Estado debiese desentenderse: las cárceles. Como defensor de la antigua tradición del homo sacer y admirador del código de Hammurabi no creo que como sociedad debiésemos invertir lo poco que tenemos en el bienestar de quienes han salido voluntariamente de ella (por mucho que se quiera ver a la sociedad como generadora de la violencia).
Los derechos humanos deben ser protegidos siempre, pero en este caso considero que el Estado no tiene ningún beneficio al hacerse cargo de esta tarea. Déjensela a algún emprendedor visionario y que el Estado solo invierta en regulación y supervisión.