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La indolencia con los privados de libertad

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Es tan poco el peso político que tienen las condiciones carcelarias de los privados de libertad como asunto de interés público, que bastó que no hubiera muertos en el cuasi motín y posterior incendio en el Centro Penitenciario de Quillota, para que el tema abandonara la agenda al otro día de ocurrida la noticia.

Peor ocurrió con la huelga de hambre que antecedió a la riña, cuyo petitorio –que pedía apenas condiciones mínimas de subsistencia, como raciones de comida en cantidad suficiente- casi ni se conoció.

A casi dos años de la tragedia de la Cárcel de San Miguel en que murieron 81 reos, se han impulsado reformas para reducir la sobrepoblación y el hacinamiento carcelarios, incluso con la construcción de nuevas cárceles que (al contrario de la tendencia reciente de concesionar los recintos penitenciarios) serán manejadas por el Estado, logrando reducirla de 42,3% en 2011 a 23% el año pasado.

Sin embargo, no se ha avanzado de igual manera en entender que las personas privadas de libertad tienen derechos humanos y que es el propio Estado quien tiene el deber de brindarles protección, por cuanto se encuentran en un estado de indefensión y en una condición de gran vulnerabilidad.

La propia ciudadanía tiene una percepción de inseguridad que alienta el uso de la pena de cárcel, que se traduce en una de las tasas más altas de prisionización de América Latina, a pesar de que los índices de criminalidad violenta son de los más bajos de la región latinoamericana, según consigna el Informe de Derechos Humanos 2012 de la Universidad Diego Portales.

Por su parte, el Informe Anual 2012 sobre la Situación de los Derechos Humanos en Chile del INDH señala que la irracionalidad en el uso de la pena privativa de libertad, el hacinamiento, las malas condiciones carcelarias y la privación generalizada de derechos para los internos dificulta que las políticas penitenciarias efectivamente se orienten hacia la rehabilitación e integración.

La sanción de privación de libertad se usa de manera desmedida y criminaliza a sectores de la población más desventajados, que poseen menos instrucción y recursos.

Lejos de lograr la rehabilitación en los recintos carcelarios y la reinserción social tras salir de ellos, se exponen a vejámenes que atentan contra su dignidad humana e, incluso, a torturas, tratos crueles, inhumanos y degradantes. En la práctica, el encierro profundiza la situación de vulnerabilidad y segregación contra personas previamente discriminadas en su condición de pobreza y marginalidad.

Una persona que haya cometido un delito sólo debe ser privada de su libertad, no del respeto de sus derechos fundamentales por parte de los agentes del Estado.

El derecho internacional de los derechos humanos considera que la privación de libertad es un momento sensible al cual los agentes del Estado debe estar alerta, por cuanto en los centros penitenciarios o de detención se alcanza el más alto riesgo de torturas, trato denigrante, golpizas e incluso la muerte.

La propia ciudadanía tiene una percepción de inseguridad que alienta el uso de la pena de cárcel, que se traduce en una de las tasas más altas de prisionización de América Latina, a pesar de que los índices de criminalidad violenta son de los más bajos de la región latinoamericana, según consigna el Informe de Derechos Humanos 2012 de la Universidad Diego Portales

A pesar de ello, los reclusos no son prioridad de la política pública porque la política criminal sigue basada en un criterio de populismo penal, que incluso es alimentado por el gobierno al cuestionar el garantismo de los tribunales de justicia, lo que hace un tiempo implicó una intromisión del ministerio del Interior en el quehacer de la Corte Suprema y del Ministerio Público, contraviniendo el principio de independencia de los poderes del Estado.

Incluso se podría argumentar que también influye el hecho de que los privados de libertad, al no tener derecho a voto, no pueden ejercer presión política sobre sus representantes como -en teoría- sí pueden hacerlo los ciudadanos.

En Chile, las personas privadas de libertad se ven impedidas de ejercer su derecho a voto por mandato constitucional.

Los artículos 16 y 17 de la Constitución establecen que el derecho a voto se suspende en el caso de personas que estén acusadas de haber cometido un delito que merezca pena aflictiva, por conducta terrorista o tráfico de estupefacientes. Para el primer caso, la calidad de ciudadano se recupera con la extinción de la responsabilidad penal, mientras que para el segundo y tercero, las personas tendrán que solicitarlo al Senado una vez cumplida la condena.

Pero ello no ocurre así en otros países como Canadá, Ucrania, Sudáfrica o Irán, donde los privados de libertad pueden mantener su derecho a voto, y en otros como Finlandia, que prohíben votar a los presos sólo por algún tiempo después de finalizado su encarcelamiento.

En función de la necesaria democratización social y la expansión de espacios de deliberación ciudadana, se puede entender que al eliminar el derecho a voto para los privados de libertad se incrementa la desigualdad e injusticia y  se acrecienta la distancia social entre éstos y la comunidad. Por el contrario, el recuperarlo permitiría favorecer su rehabilitación y reinserción social.

Hechos recientes como el cambio de la plana mayor de la Cárcel de Valdivia, por casos de maltrato a reos al interior del recinto (que generaron huelgas de hambre incluso con reos cosiéndose los labios) denunciados por el INDH, alumbran el camino hacia el respeto de los derechos humanos de los privados de libertad, que sólo deben ver restringida su libertad, pero en ningún caso su dignidad humana.
Columna publicada originalmente en Cooperativa

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