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El imperativo del castigo: una lectura «migrante» de la prisión

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Fue, realmente, una ceremonia “aterrorizante”. Los llantos, el suplicio afectivo, el quiebre brutal y violento de la maternidad que aquejaba a esta mujer no pasaban desapercibidos. Se trata de una mujer de no más de 40 años que, proveniente de República Dominicana, había sido condenada a muchos años de privación de libertad. Hace sólo algunas horas, le habían comunicado por teléfono el fallecimiento de su hijo, de tan sólo diecinueve años, en un accidente automovilístico. Su llanto era desconsolado. Algunos instantes antes, ella misma había dicho: “Me voy a morir de pena por la muerte de mi hijo”. Momentos después fui a visitarla.

Literalmente, vi a una mujer sumergida en el valle de sus propias lágrimas.

Este hecho quebrará, de por vida, su relación filial: el ejercicio de su maternidad. Maternidad robada como en un asalto violento. Abrupto. Sin sentido. La pena privativa de libertad a la que está sometida en tierra extranjera le había impedido estar allí: recibir el cuerpo de su hijo y despedirlo. Despedirse. Vivir su maternidad también en la muerte. Tampoco recibirá el consuelo de sus familiares.

Parece entregada al consuelo posible “en tierra extranjera”. Esa que la clasifica, la distingue de las “nacionales” por su color, por su modo de hablar, por su origen social, por su condición étnica, entre muchos otros aspectos. Pero, en realidad, esta mujer parece condenada a una situación aún peor: buscar y hallar consuelo, compañía, sustento y fraternidad allí: en la cárcel. Esa que la recluye por la fuerza, esa que la encierra y le impide volver a su tierra cuanto antes, esa que la somete a un régimen de vida y a un determinado empleo del tiempo, esa que le impone las reglas propias de la convivencia carcelaria (con sus lógicas de clasificación, distinción y exclusión evidentemente operantes también entre las “internas”), esa que determina sus condiciones materiales de vida (sometiéndola al frío, al hacinamiento, a la falta de privacidad, a la soledad, a la comida “del menú”, por mencionar sólo algunos ejemplos) y, por supuesto, esa que regula/restringe las posibilidades de acceso a los programas educativos y servicios médicos disponibles.

Ni hablar de las consecuencias que provoca la privación de los vínculos afectivos inherente a todo régimen carcelario. Los efectos que esta pena genera en los hijos, en el marido y en todo el círculo familiar y social al que pertenece la mujer condenada, son también predecibles.

La pérdida accidental de su hijo –sufrimiento de por si “insuperable” y únicamente “asimilable”, dicen los padres y madres que lo han vivido- resulta aquí mediada por el castigo que el Estado chileno deja caer sobre esta mujer “con todo el rigor de la ley”. La pena a la que se halla sometida viene a modelar y acrecentar el sufrimiento por el que se ha visto socavada. Y allí, lo sabemos, no hay excepciones. Se trata, justamente, de lo contrario. El sistema penal goza aquí de una oportunidad propicia para “hacer valer” visiblemente su poder. Su fuerza. Su asimetría. Su capacidad para imponerse “legítimamente” frente a la rebeldía con que el delito ha desafiado a la “sociedad” y a su guardián (el “Estado”). Para casos como éste la ejecución de la pena privativa de libertad constituye una “afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca”[1]. Muestra el “teatro de la desigualdad” en una especie de “liturgia del sufrimiento” que no es sino un “espectáculo de deshumanización”. “De hecho –bien lo dice Michel Foucault- la prisión en sus dispositivos más explícitos ha procurado siempre cierta medida de sufrimiento corporal”[2]. Y, en este caso, el sufrimiento corporal ha quedado expuesto. Develado ante nuestros ojos. En él también se asienta el sistema punitivo y, en efecto, procede a distribuirlo estratégicamente.

Se trata, por lo demás, de una oportunidad privilegiada para el régimen carcelario. Privilegiada para transmitir al resto de las imputadas y condenadas el peso de su fuerza. El poderío de su violencia ejercida “legítimamente”. Y socializa este mensaje con una expectativa supuestamente “pedagógica”: asociar suplicio y pena de suerte tal, que ello corrija y disuada en las “internas” toda tentativa de reincidencia en el delito. Por ello, la pena no se ha calculado tanto en relación al crimen como “de su posible repetición. No [atiende] a la ofensa pasada sino al desorden futuro. [Actúa] de modo que el malhechor no pueda tener ni el deseo de reincidir, ni la posibilidad de contar con imitadores. Castigar será, por lo tanto, un arte de los efectos”[3].

"Desde el punto de vista de los efectos, la pena opera aquí no sólo como un arma disuasiva del delito y de sus posibles reiteraciones, sino que, de manera disfrazada, se encarga de obstaculizar –en el caso de las extranjeras- todo intento de permanecer o volver al país. Es un signo de obstaculización para la permanencia y el retorno de las condenadas inmigrantes y, en consecuencia, un sacramento de distinción nacionalista que distribuye los efectos del castigo, dependiendo de quién sea el afectado". 

¿O es que el suplicio afectivo al que asistimos ese día repara en algún grado el “daño” causado a la “sociedad” cometido por el delito realizado por esta mujer? El vínculo “reparatorio” entre crimen y castigo parece, a decir verdad, bastante oscuro. En efecto, este sufrimiento de la pérdida de su hijo procesado visiblemente por medio de la violencia de la prisión es un acto de cara al porvenir de las mujeres inmigrantes. Ejerce una función ejemplar respecto de ellas. El imperativo del castigo diría más o menos así: “opera de manera tal que esta(s) mujer(es) extranjera(s) no tenga(n) ni siquiera el deseo de reiterar la infracción en territorio chileno”. O, idealmente: “actúa sobre ellas de tal modo que la(s) condenada(s) inmigrante(s) no tenga(n) ni el más mínimo deseo de volver a pisar suelo chileno”.

No son una ni dos las mujeres extranjeras que me han expresado su anhelo de ser expulsadas del país para nunca más volver. Esta mujer dominicana (a quien no me refiero por su nombre para cuidar su identidad) de seguro no será la excepción. Desde el punto de vista de los efectos, la pena opera aquí no sólo como un arma disuasiva del delito y de sus posibles reiteraciones, sino que, de manera disfrazada, se encarga de obstaculizar –en el caso de las extranjeras- todo intento de permanecer o volver al país. Es un signo de obstaculización para la permanencia y el retorno de las condenadas inmigrantes y, en consecuencia, un sacramento de distinción nacionalista que distribuye los efectos del castigo, dependiendo de quién sea el afectado. En estos términos, la pena que se le impone parece sobrepasar la privación única de su libertad. Siendo inmigrante, la prisión parece aún más implacable. El castigo todavía más severo. Las medidas indudablemente más drásticas. Es también una pena que disuade la propia permanencia en territorio chileno. Una especie de expulsión simbólica encubierta, no declarada y, por cierto, extremadamente sutil.

Notas:

[1] Michel Foucault, Vigilar y Castigar (Argentina: Siglo XXI editores, 2008), 59.
[2] Michel Foucault, Vigilar y Castigar (Argentina: Siglo XXI editores, 2008), 25.
[3]Michel Foucault, Vigilar y Castigar (Argentina: Siglo XXI editores, 2008), 108.

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Enrique Alvear sj

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3 Comentarios

jorge h

Tratar de visibilizar la inhumanidad que se vive en este tipo de cárceles y bajo el amparo y «legitimidad» del Estado, es un paso que les da Voz a quienes no la tienen… divulguemos..

Ignacio

La publicación es muy emocional, sin embargo me gustaría saber, sin conocer la identidad de la persona que se pretende proteger, el delito que ha sido condenado y el tiempo total de presidio efectivo al que ha sido condenada la imputada. A raíz de esto se podría decir si el rigor de la ley se aplicó en su plenitud, sin perjuicio de que es inapelablemente -y a lo menos- triste la muerte de su hijo, o en verdad existe una discriminación en la sentencia, que sería gravísimo. No cabe duda la discriminación que existe hacia el extranjero pobre e incluso al chileno pobre por parte de las instituciones del país, incluyese carabineros de chile, policía de investigaciones, sistema penal, campo laboral y tantas otras. Es triste, pero nada podemos hacer si los cambios no son institucionales y de raíz y no meros parches al sistema en el que hoy Chile se encuentra inmerso.

Muchos saludos.

Alberto Guzman Meza

Realmente, la columna me llegó a lo más profundo. Este tema de las cárceles igualitas junto a reos de tan distintos niveles de peligrosidad.

Me encantaría tomar este tema en esta comunidad del Q.P, lo propongo porque ya estoy cansado de los políticos con sus ya manoseadas propuestas:

Mientras el flagelo avanza, los genios siempre girando en torno a las mismas ofertas:
*Hay que endurecer las penas – No porque hay estudios comparativos que no demuestran su efectividad.
*Meterlos a la cárcel – No porque están llenitas.
*Licitar cárceles a privados (construcción y mantención) – Huele a negocio.
*Aumentar las penas para robos en cajeros automáticos – Muy determinado.
*Volver a estudiar la pena de muerte – Delicado, hay compromisos internacionales.
*Que la puerta giratoria – Lo dicho, cárceles saturadas.
*Educación – Hoy es un bien de mercado, financiamiento aporte familiar Chile 80%, EE.UU. 41%, Japón 50%. Es chutar el problema para 20 años más.
*Desocupación juvenil – Autoexplicativo.
*Modificar la ley de control de armas – Controlar y requisar las buenas armas que están en manos de gente honesta, misma gente que queda expuesta al delincuente con armas hechizas y peligrosamente efectivas.
*Responsabilizar a padres por hijos que porten armas – Uno delinque eventualmente van dos a la cárcel, que ya están saturadas.
*Segregación social – Falta hacer de Chile un país más igualitario.
*La culpa es de los carabineros.- Han demostrado ser eficiente.
*Que son los tribunales – En parte si, en parte no porque son las leyes.
*Es el Congreso – Es más de lo mismo de la enumeración expuesta.
*Son los Fiscales – No porque no. Alegan tener demasiada carga de trabajo.
*Que es la TV – Esto es echarle la culpa al empedrado.
*Que las medidas de prevención son insuficientes – Solo pensarlo es algo inocente.

Los Invito a opinar en este tema, capas que encontremos alguna salida alternativa y arrendemos los recintos carcelario a otros países igual o tan atrasado como nosotros en esta área.
De la misma manera, los invito a leer mi columna en el segmento Sociedad “Sí se puede terminar con la delincuencia”.

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