Sin duda que el caso de Sophia ha generado opiniones diversas que se confrontan cada vez que pueden y que, en principio, no hallan un punto de consenso. La opinión de un grupo no menor de la población y de ciertas figuras políticas a favor de la restitución de la pena de muerte ha tomado fuerza, por lo que es no es una locura pensarlo como una posible demanda ciudadana en un mediano o largo plazo. No obstante, es necesario realizar las pausas respectivas para analizar cada punto atingente a la pena de muerte –y si vamos a mares profundos, concluir que el problema es más estructural, específicamente al funcionamiento de los sistemas penitenciarios y a la realidad general de los niños en nuestro país–.
En términos simples –y sintetizando los argumentos expuestos en distintos medios sobre esto–, la restitución de la pena de muerte implica la búsqueda de una retribución, esto es, de castigar al autor de un delito con el mismo hecho que cometió. En principio, este actuar reactivo del Estado se justifica con la infracción que realizó el autor –en una considerable cantidad de tiempo imperó este entendimiento de la pena, desde la ley del talión hasta reflexiones de connotados filósofos como Immanuel Kant y Georg Hegel–. A pesar de ello, la pena de muerte enfrenta objeciones que demuestran su inconveniencia. La más importante es a nivel jurídico: la pena de muerte va contra las normas vigentes. El artículo. 19 n°1 de nuestra Constitución garantiza a las personas el derecho a la vida y diversos tratados internacionales ratificados por nuestro país la prohíben, como el artículo 4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el cual impide a un Estado restituir la pena de muerte en caso de haberla abolido.
Los promovedores de la restitución de la pena de muerte afirman que ella no está totalmente abolida de nuestro derecho: arguyen que se encuentra estipulada en el Código de Justicia Militar –en casos de excepción constitucional–. No obstante, la pena se limita a un caso muy particular –de índole militar–, y no precisamente a delitos tipificados en el Código Penal –la pena más alta que contempla es el presidio perpetuo calificado–, por lo que técnicamente ya no figura en el derecho penal propiamente tal, así que en caso de restituirla se infringirá la convención señalada. Paralelamente, diversos estudios afirman que la pena de muerte no tiene efectos disuasivos (así lo señalan Amnistía Internacional y Daniel S. Nagin, Teresa y H. John Heinz III) y tiene un carácter irreversible en caso de que haya un error judicial, donde podría castigarse a un inocente –un ejemplo es el caso de George Stinney, un ejecutado de 14 años en EEUU que fue exonerado 70 años después por un tribunal de Carolina del Sur al decretar que tuvo un proceso injusto–. En consecuencia, la pena de muerte enfrenta situaciones tan delicadas en su aplicación que la tornan en un método muy riesgoso, relativizando el valor del derecho a la vida.
Entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Hacia dónde debemos concentrarnos? En primer lugar, a la situación del sistema penitenciario en Chile. El artículo 1 del Reglamento de Establecimientos Penitenciarios dispone que uno de los fines de la actividad penitenciaria es promover “la acción educativa necesaria para la reinserción social de los sentenciados a penas privativas de libertad o sustitutivas de ellas”; igual dirección apunta el artículo 20 de la ley 20.084 sobre penas para adolescentes (“Las sanciones y consecuencias que esta ley establece tienen por objeto hacer efectiva la responsabilidad de los adolescentes por los hechos delictivos que cometan, de tal manera que la sanción forme parte de una intervención socioeducativa amplia y orientada a la plena integración social”). A pesar de ello, la reincidencia de las personas que sufrieron penas privativas de libertad es considerable –un estudio de la Fundación Paz Ciudadana en conjunto con la Universidad Adolfo Ibáñez de 2013 concluyó que la reincidencia penal bordea el 71,2%–. La conclusión es clara: nuestras cárceles no reinsertan. A ello le sumamos que el gasto empleado del Gobierno en la mantención de un preso en 2017 fue de $724.152 mensuales –acorde a cifras del Ministerio de Justicia–, el elevado número de personas privadas de libertad –43.866 en 2013 según Gendarmería– y las condiciones indignas de existencia de los reclusos en la mayoría de los establecimientos penitenciarios –por ejemplo, un informe de la Corte de Apelaciones de Santiago mostró que el Centro de Detención Preventiva Santiago Sur sufre de hacinamiento, insalubridad, deficiencias en las instalaciones eléctricas y en las cañerías de agua potable, acumulación de basura, etc–. Así, exigirle resultados positivos al sistema penitenciario es como exigirle a un auto roñoso, viejo y averiado que corra en la Fórmula 1 para terminar en primer lugar. Medidas como una administración eficiente de los recursos, una fiscalización que realmente se preocupe de las condiciones de los establecimientos penitenciarios y un programa de políticas públicas que busque de forma eficaz la reinserción de los reclusos y la prevención de delitos –podemos tomar como caso el Proyecto de Prevención Dunkelfeld en Alemania, el cual asiste a pedófilos que quieran tratar su condición para prevenir delitos sexuales contra menores de edad– son puntos de partida fundamentales para cambiar la realidad.
Es mejor recordar a Sophia como el llamado de conciencia y a la acción para modificar las penurias e inconsistencias del sistema penitenciario y de las calamidades que sufren nuestros niños que colocarle una ley que promueva la violencia.
En segundo lugar, debemos apuntar a la situación de los niños en nuestro país. Un estudio de Unicef del 2017 –e informado por la Educación 2020– afirma que el 25,5% vive en situación de pobreza, el 17% vive inseguridad alimentaria, la tasa de fecundidad en adolescentes es de un 47,5%, 1 de cada 5 adolescentes de 15 años no tiene niveles mínimos de rendimiento en lectura, matemática y ciencias, etc. De igual modo, Nicole Cisternas, Directora de Política Educativa de Educación 2020, aseveró que cerca de un millón de niños y adolescentes han sido abusados y maltratados tanto en el Sename como en sus hogares. En otros ámbitos podemos seguir: el gasto por niño bajo protección del Sename es de $294.000 mensuales, siendo además abusados sexualmente y maltratados. Una investigación del Poder Judicial y la Unicef –liderada por la juez Mónica Jeldres– develaron vejámenes ocultos: explotación sexual en un hogar de niñas en Arica, medicación sin indicación médica en Punta Arenas, entre otros hechos dolorosos. Podríamos sumar la falta de atención que sufre un número importante de niños por parte de sus cuidadores y la falta de tiempo para compartir con sus padres por razones laborales.
El caso de Sophia puede ser una oportunidad para analizar los datos que sistematizan las ineficiencias de diversos sistemas en nuestro país que generan círculos viciosos enormes y sin salida. Es mejor recordar a Sophia como el llamado de conciencia y a la acción para modificar las penurias e inconsistencias del sistema penitenciario y de las calamidades que sufren nuestros niños que colocarle una ley que promueva la violencia. Martin Luther King dijo que la violencia crea más problemas sociales que los que resuelve.
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Lucas Bahamondes Pereira
¡Gracias, Marcelo! 🙂
mastete87
Me gustó mucho tu columna y como lograste explicar la postura de que es mejor reflexionar bien sobre el por´que se debiese restituir o bien, atacar las bases de las desigualdades que conllevan a que esto se plantee.
Felicitaciones 🙂