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Vaya a saber uno cómo harán encajar la vieja majadería de la puerta giratoria, ahora que sabemos empíricamente lo que significa. Porque -y siento mucho recordárselo a los pro-encarceladores -que mientras más los dejamos adentro, menos espacio tienen, menos derechos humanos se garantizan, y –lo que es peor– más muertos por metro cuadrado se garantizan cuando ocurre una tragedia como esta. Y eso que cuando alguien cae a la cárcel, es el Estado quién se hace garante de su bienestar, porque –y aunque les moleste a los hambrientos de la toleranca cero– estos seres humanos pierden momentánea y proporcionalmente su libertad, y ese es el castigo. No la cancelación de su dignidad. No la pérdida de su condición humana.
Mal estamos en esto. No es muy marketero hacer campaña antidelincuencia, prometiendo velar por los derechos de los reclusos. Claro que no. El sistema del libre mercado no funciona así. Prometamos limpiar las calles de flaites, aseguremos la circulación libre por los shopping mall con nuestros celulares touch, nuestras pantallas gigantes, nuestras zapatillas que cuestan un sueldo mínimo. A ellos, a los que traicionan el contrato social, a los que nos roban, nos agreden y amenazan a nuestros cabros chicos, hay que cerrarles la puerta por fuera y botar la llave. Y que se preocupe Gendarmería de ellos. Y si hace falta alguien que se preocupe por Gendarmería, no es problema nuestro, es del gobierno anterior y del previo, y de toda la tradición republicana chilena.
Estamos en un problema. Aquí se nos cayó el sistema y no sabemos qué hacer al respecto. Pensábamos que aislándolos allá adentro nos podríamos olvidar de ellos. Pensamos que poniendo a la sombra a un par de anarquistas y un musulmán, lograríamos dar señales tajantes y clarísimas de que no hay que meterse con la autoridad en un gobierno de derecha. Pero no contábamos con que esta gente – ¡Oh, cielos, son personas también! – tiene familiares y tiene derechos.
El medio problema. Porque a los que habitaban Palacio antes los criticábamos porque eran informales, se preocupaban de tonteras y no de la eficiencia, las cifras, de aplicar esos carísimos textos que nos pasaron en los MBA. El problema es que ahora llegamos con los indicados, los profesionales de lujo que han sacrificado una vida mejor en la empresa privada por evangelizar al país sobre cómo se hacen bien las cosas, con posgrados, con buenos contactos, buen shampoo, buen calefont. Y tampoco funcionan. Parece que todos esos modelos de gestión, tan flamantes, lindos, modernos, no se pueden aplicar a las políticas públicas.
Es que probablemente no contábamos con un pequeño detalle: ¿También tenemos que contar a los flaites cuando hablamos de “este país”? ¿O sea que no basta con disfrazar a un actor de pobre? ¿Acaso tenemos que mezclarnos con ellos? ¿Mirarlos a la cara?
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2 Comentarios
marceleau
Si la memoria no me traiciona, en la pasada campaña presidencial el tema de la «seguridad ciudadana amenazada por la delincuencia» fue un territorio en disputa por parte de varias candidaturas. Y, si atendemos a la «encuestocracia» que se ha amojonado en nuestra vida cívica en la última década, el delito, ese que la TV describe a quemarropa cada noche, era y es una de las prioridades que la ciudadanía exige al gobierno de turno reprimir. Frente a dichas circunstancias no recuerdo haber leído ninguna opinión que anatematizara el discurso carcelario. Quizás más de algunos se me traspapeló.
Sí tengo presente que desde la década pasada, una que otra voz provenientes del mundo de las iglesias, del derecho, del periodismo, ong, etc. ha venido advirtiendo el calado social que reviste el problema del sistema penal. Pero hasta ahora, nada sustancial hemos detectado para darle un giro dramático al problema que tú desnudas.
Entonces, ¿de quién es el problema entonces? ¿De la cofradía política de turno? ¿De la mayoría que exige sanciones con el blazon de la puerta giratoria?