Luis Eduardo Aute me recibe en las bambalinas de lo que alguna vez fue el teatro Providencia. Me dice que no piensa dar ninguna entrevista, que incluso estuvo a punto de suspender el recital que comenzará en poco menos de dos horas. Le digo que no soy periodista, por lo que ni siquiera sé hacerlas. Me ofrece un cabernet, Camel corrientes y asiento. Está plenamente enterado del presente de Alexis Sánchez en el Barcelona y sus palabras toman vuelo cuando me cuenta de las conversaciones de Atahualpa Yupanqui con Jorge Luis Borges y Astor Piazzola en París. Se interesa por Pablo de Rokha y su idea de Arquitectura del silencio. No conoce Valparaíso. Considera que los recuerdos de la infancia de quienes han nacido cerca del mar están mediatizados por una especie de bruma que es tan propia de los puertos, y que ha visto hace poco una fotografía de cuando tenía cinco años, de espaldas al mar de Manila. “No me reconocí”, me dice con la seriedad con la que se dicen las cosas importantes. Esa será la portada de su próximo disco. “Pero soy capaz de reconocer cualquier mar con apenas mirarlo”, añade iniciando un contrapunto que, ojalá, tarde varias canciones en resolver.
Aute está verdaderamente conmovido por la muerte del escolar Manuel Eliseo Gutiérrez. Considera un despropósito hacer un concierto en esas circunstancias. Le violenta la idea de subirse al escenario, y saca algunas de sus canciones más recordadas del repertorio en señal de luto y solidaridad. Seguramente a usted, lector, también le parece algo exagerado en la primera lectura. ¿Cómo le puede importar tanto algo ocurrido en un país al que apenas ha venido un puñado de veces? ¿Qué tanta tristeza se puede sentir por el destino de un desconocido? ¿Realmente le afecta tanto? ¿Es razonable, con 67 años bien vividos a cuestas, reaccionar de esa manera? ¿Vale más esa aflicción que la entrada comprada de un público que ha esperado casi un lustro para volver a verlo? ¿Cuántos estarán muriendo de hambre en este mismo momento? Si es cantante, ¿no debiera dedicarse a las canciones y, si le queda tiempo, a los muertos de su país?
Es perturbador cuando un extranjero que está acá por unas horas es capaz de mostrarnos con tanta claridad lo anestesiados que hemos llegado a estar. ¡Ha muerto un muchacho que quería una educación mejor! ¡Murió mientras llevaba en su silla de ruedas a su hermano mayor! ¡Carabineros descarta su participación y a la vez se niega a hacer un sumario! Por cuestiones como estas debiéramos parar las prensas, suspender nuestros trabajos, volver a mirarnos a los ojos y por fin reconocernos como iguales. Como un grupo de iguales a los que una bala perdida les ha mutilado una parte de ellos mismos. Iguales que no pueden seguir viviendo como si nada cuando han matado a uno de sus hijos, que debieran avergonzarse de ser capaces de tolerar un orden público en el que es posible que pase algo así y ninguna autoridad, pasados varios días del accidente, sea capaz de dar una respuesta que no sea un insulto a la sensibilidad y la inteligencia.
“Siento algo en mi pecho”, dicen que fue lo último que dijo Manuel. El sábado en la noche, Luis Eduardo Aute nos hizo a todos sentir algo allí donde la indignación debiera hacernos arder. Cantó por más de tres horas, y entre canción y canción nos dijo varias otras cosas. “Creo en Dios porque creo en el sexo”. “Está el bien y el mal, el negro y el blanco, Dios y el Papa”, “Asistimos a la rápida caída del socialismo real, y hoy asistimos a la lentísima caída del capitalismo irreal”, destellos de lucidez que tanto brillan cuando nuestra discusión pública oscila entre los gráficos, las consignas vacías y el uso apenas maquillado del viejo recurso del miedo.
Aute ya no está en Chile, pero lo mantendré informado sobre la suerte judicial del caso de Manuel Gutiérrez. Espero tener novedades pronto. Es muy difícil de asumir que en nuestro país puedan morir inocentes cuando la policía está tan cerca, y esa presencia, en vez de aclararlo todo, sirva para oscurecerlo aun más.
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