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A tres años del incendio de la Cárcel de San Miguel

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Rememorar hechos que impactan en la vida, no resulta de gran dificultad, salvo cuando el impacto es de tal envergadura que dicha capacidad se pierde y por más esfuerzo que hacemos, solo logramos salvar algunos, los más importantes, aquellos que marcan y  remecen nuestro ser. Algo de esto ocurre con los momentos posteriores al fatídico incendio, ocurrido día 8 de diciembre de 2010, en la Cárcel de San Miguel. Ningún recuerdo llega integro y sólo extractos de esas múltiples escenas post tragedia, en que el sufrimiento se instala como el patrón de todas ellas.

Las primeras, extremadamente dantescas, guardan intacta la propiedad de enmudecer el habla y de empujar la comprensión de lo posible hacia límites más allá de toda racionalidad. Le siguen, las de autoridades y funcionarios de distintas reparticiones  públicas que deambulan por los espacios del Centro Penitenciario, buscando infructuosamente recomponer un orden que ya no existe. Un estado de normalidad en el caos. Algunos con su semblante contundido, dan cuenta de lo horrendo que resulta la muerte en las celdas de la reclusión, sin faltar los otros que, controlados por intereses propios, devenidos de sus afanes inmediatos, se aproximan a los hechos con una indolencia que sorprende.

Entre todas estas, surgen con inusitada fuerza, las que provienen del dolor profundo incontenido del doliente, del llanto desgarrador de las madres, del sentimiento de desamparo de los hijos y del estoicismo de ciertos rostros que no quieren mostrar su tristeza, como un último recurso posible, de orgullo y dignidad, frente al pisoteo del Estado.

A pesar del tiempo, aún se escucha en el ambiente, el reproche social de aquella parte que no ha sucumbido al hipnótico e infamante mensaje del populismo penal, que predica sin clemencia una lucha fratricida contra el que ha delinquido, como una formula viable para exterminar el delito, obligándonos de forma acrítica a asumir un rol impuesto por el  modelo socio económico, que nos sume en un espurio individualismo, sin posibilidad de ver las bondades de apoyar, tolerar y respetar al otro como partes de un proyecto colectivo.

Han pasado ya tres años y algunos seguimos confundidos, aunque repuestos. Las vestiduras rasgadas por la clase política, en un primer momento, han sido cambiadas. Muchas de las promesas y de los mea culpa, se han olvidado. Han cambiado las prioridades, sucumbimos ante la actitud conformista y cómoda de confiar en la suerte, en el destino o tal vez en algún dios, de aquellos magnánimos, para que tamaña catástrofe no vuelva a repetirse. Se olvidaron los llantos, las madres, los deudos y se nos olvidaron los muertos. Son ahora un suceso, un evento infortunado, el saldo necesario de “un riesgo que tenemos que asumir en pos de la seguridad”. Pequeños cambios en los protocolos y mayores implementos contra incendio, intentan servir de anestésico, manteniendo en funcionamiento penales atiborrados de personas, cuyas vidas son esquilmadas de toda dignidad, en el inhumano y cruel sistema carcelario nacional.

Vemos a la clase política colgada del voluntarismo del operador, presa de su arbitrio, actuando en la medida de lo justo y sólo en cuanto les sea posible, sin entorpecer sus otros intereses más allá de lo público. Los ímpetus de fiscalización y control, conforme pasó el tiempo, se apaciguaron, se conformaron tan solo con ver expuestos, en sendos informes llenos de formalismo fútiles, las calamitosas condiciones materiales que tiene nuestro sistema penitenciario. El escandaloso sufrimiento del preso se trasformó así en un dato,  penoso y triste, pero al fin y al cabo, solo en un dato.

Los 81 reclusos muertos en San Miguel el año 2010, no han sido suficientes para motivar un real impulso en la política pública penitenciaria nacional, manteniéndola en una errática trayectoria de altos y bajos, donde reina la informalidad y la reacción ante “sucesos” coyunturales, que obligan decisiones, a modo de parches, en un sistema demasiado remendado.

Seguimos entonces, guiados por nuestro nefasto Ministro del Interior, en una política del encierro. Hombres, mujeres y jóvenes excluidos del sistema de reparto, depositados en aquel próximo penal que tomará la posta de San Miguel. Continuamos sin condiciones suficientes de habitabilidad que hablen del respeto a la dignidad, sin norma legal que ordene y guíe el actuar de la administración y sin un sistema jurisdiccional de supervigilancia efectiva, que provea de un verdadero acceso a la justicia en la fase de  cumplimiento.

Como nos gustaría decir que nuestros legisladores conmovidos por las 81 personas muertas, discuten cada vez con mayor ahínco permanentes normas adecuatorias en materia de ejecución penal. Que los jueces han ido conformando una base tan solida de jurisprudencia penitenciaria, que la administración casi no le sigue los pasos en las actualizaciones de sus protocolos internos. Que afortunadamente, el juez Daniel Urrutia ya no es el único que se constituye, a cualquier hora, en un centro de reclusión para que los presos no duerman a la intemperie, ni tenemos que recurrir a interpretaciones judiciales proactivas para que los reclusos habilitados por la Constitución Política de la República, ejerciten sus derechos políticos, ni existen actuaciones mañosas como las del Ejecutivo que, utilizando al CDE incluso, intenta impedir el voto de los presos preventivos. Todo ello, porque aprendimos de la tragedia en que murieron 81 chilenos encerrados en la Cárcel de San Miguel y no tendremos que recordar permanentemente la irracionalidad que nos guiaba en ese momento, lamentando la muerte de un joven privado de libertad por vender CD piratas, ni del otro que nadie recuerda, cuyo traslado de penal se había dispuesto, por un juez, con un mes de anticipación. Lamentablemente no nos podemos dar tales gustos, por el contrario, seguimos mascando la rabia por el desamparo del sector y por la pobre voluntad que nuestras autoridades han exhibido.

Los 81 reclusos muertos en San Miguel el año  2010, no han sido suficientes para motivar un real impulso en la política pública penitenciaria nacional, manteniéndola en una errática trayectoria de altos y bajos, donde reina la informalidad y la reacción ante “sucesos” coyunturales, que obligan decisiones, a modo de parches, en un sistema  demasiado remendado.

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2 Comentarios

Soledad Falabella

La justicia se simboliza en la balanza indicando el principio de equilibrio y reciprocidad. ¿Me pregunto cuál es el lugar de la reciprocidad en nuestra sociedad para con nuestros niñas, niños y jóvenes en situación de vulnerabilidad? Ciertamente no se equipara lo sucedido en la cárcel de San Miguel con los intentos de ley Anticapuchados, el ex penal Cordillera y Punta de Peuco. Es indignante. Agradezco la columna y felicito a su autor.

    Luis A. Vergara Cisterna

    Gracias Soledad, por tus palabras y por tu permanente acción en aras de una mejor sociedad