Los venezolanos que han salido del país no son en estricto rigor exiliados. Ningún gobierno los ha condenado mediante decreto alguno a abandonar su patria. Eso sí, se han marchado en contra de su voluntad, pues nadie deja sus raíces por gusto. Se tiene que estar muy mal para tomar una decisión como esa.
En otras épocas, los reyes para acabar con sus oponentes aplicaban dos penas extremas: la muerte o el destierro. Si bien el destierro no tomaba la vida del enemigo, lo condenaba al olvido, previa confiscación de sus bienes y deshonra de su nombre. La ganancia para el poder era doble: lograban la eliminación, vestida de indulgencia. Para el desterrado, esta pena podía ser peor que la ejecución. Condenado a vagar por tierras extrañas, el desterrado perdía sus raíces y el sentido de su existencia, en una muerte lenta marcada por la nostalgia, la angustia y el dolor.
En tiempos modernos la palabra destierro fue sustituida por exilio, que tiene un marcado sentido político. Sin embargo, hay una diferencia fundamental. El exiliado es expulsado de su país, el desterrado es expulsado de un territorio. Así, aquel desterrado de su lugar de origen, pero dentro del mismo país, igual ha perdido su tierra.
Los venezolanos que han salido del país no son en estricto rigor exiliados. Ningún gobierno los ha condenado mediante decreto alguno a abandonar su patria. Eso sí, se han marchado en contra de su voluntad, pues nadie deja sus raíces por gusto. Se tiene que estar muy mal para tomar una decisión como esa: elegir perder la vida como se la conocía hasta ese día. Eso y no otra cosa es el destierro.
La gran mayoría de los cerca de millón y medio de venezolanos que viven en el exterior, sin haber sido expulsados, no pueden volver: están desterrados. Algunos perdieron su trabajo o su mediana empresa. Según cifras de FEDECAMARAS, el principal gremio de empresarios de Venezuela, en 15 años se han perdido 440.000 fuentes de trabajo, de las cuales 220.000 eran empresas manufactureras. También están los jóvenes profesionales que no ven futuro, pues sus salarios han sido devorados por la inflación (70% se espera para este año) y no tienen acceso a vivienda y un cierto estándar de vida. El déficit habitacional de Venezuela está entre 2 y 3 millones de viviendas, según el presidente de la Cámara Venezolana de la Construcción, Jaime Gómez. La causa también puede ser vital: las personas huyen de un país donde cada año mueren 25.000 personas por la violencia delictual, como ha informado el Observatorio Penal Venezolano. Un país que, sin guerra declarada, vive en el conflicto civil del odio social y la impunidad del hampa.
Muchos piensan que los desterrados venezolanos son gente más bien acomodada y que los estratos de menores recursos no emigran. Pero también podría decirse que de Venezuela no se va el que quiere, sino el que puede. Cada día emigran más venezolanos, de cualquier condición, a algún lugar donde tenga un familiar o un amigo, prácticamente con lo puesto. El destierro cruza las barreras de las clases sociales y sólo puja por conseguir un pasaporte, cuando hay material para hacerlo y unos dólares para turistas a precio preferencial, que el Gobierno controla desde hace doce años. Escasean los pasajes de avión, pues a las líneas aéreas, el organismo controlador de las divisas, CADIVI, les adeuda 4.000 millones de dólares. Se han reducido los vuelos o sencillamente suspendido las operaciones en el país, como es el caso de American Airlines, Air Canada, Alitalia, Lufthansa y otras. La demanda triplica la oferta. Los aviones salen llenos y vuelven vacios.
Pero hay otro tipo de desterrado, el que vive en su propio país. Los desterrados que viven en Venezuela son aquellos que no reconocen la tierra en que nacieron, los que ven con horror que en 15 años se la cambiaron por otra, que ya no es la suya. Un país en el que podía encontrarse de todo, está azotado por la escasez desde la comida y los medicamentos, hasta los autos. Horas de colas para comprar lo que antes se obtenía en minutos. Un país petrolero, que hoy no tiene asfalto, ni cemento, para mantener sus calles rotas. Un país que teniendo una de las mayores reservas hídricas del planeta y en el que más del 60% de la energía se genera en las hidroeléctricas, sufre continuos “cortes” de agua y electricidad. Un país donde la cotidianidad se ha convertido en una sucesiva cadena de malos ratos y en el que se puede morir en plena calle, con la mayor impunidad, porque no hay ley que resuelva el 96% de los 25.000 asesinatos anuales. Venezuela ha devenido en un país invivible.
Pero lo peor es el odio. Personas que no se conocen, se miran con desprecio y resentimiento en las calles si se sospechan de bandos contrarios. Gente que se amaba, ahora se rechaza, porque piensan distinto. Se han roto matrimonios, familias, amistades. Se ha construido una Venezuela partida en dos y ambas partes se detestan.
Desterrado el que se ha ido, desterrado el que se ha quedado. Sólo los autores de este desastre viven en su propia tierra.
Comentarios