El sol está saliendo en oriente, al menos en el cercano. Este es el ánimo que ha recogido la prensa occidental al describir las esperanzas democratizadoras que se inspiran en las movilizaciones sociales más espectaculares de que se tenga memoria desde la caída del muro de Berlín y que han derivado en la caída de un dictador y en el inminente fin de una dictadura de 30 años en Egipto.
Si bien es cierto que el uso del oriente como punto cardinal no es el correcto, lo cierto es que, simbólicamente, y desde el punto de vista de la influencia, al menos, cultural y religiosa, los territorios del Magreb se perciben como parte de la medialuna del islam. Además, la ola de movimientos sociales que comenzó en Túnez y el norte africano, está amenazando, forzando o promoviendo cambios en todos los estados similares desde Rabat, en el Atlántico, hasta el Líbano, en Oriente Medio.
El amanecer democrático que la ciudadanía de occidente ha percibido en la explosión de libertad de los habitantes de las dictaduras referidas tomó por sorpresa a las principales potencias del mundo. Así, la Unión Europea ha mantenido silencio y los líderes nacionales de sus principales potencias (Alemania, Francia, Reino Unido e Italia) han devenido desde el apoyo inercial a regímenes sustentados por algunos de ellos – nótese “asesoramiento” en materias de inteligencia y seguridad de Francia a Túnez o el apoyo de Berlusconi a Mubarak o las advertencias de Alemania respecto del riesgo de las Dictaduras Islámicas – hacia la exigencia inevitable de que se produzcan transiciones ordenadas y pacíficas, incluso condenando la violencia represiva de los regímenes en crisis. EE.UU. ha tenido una reacción menos tibia y la imagen de la “tormenta perfecta” utilizada por su Secretaria de Estado creo que es el mejor diagnóstico de lo que ocurre en la región. Sin embargo, la primera potencia mundial no tiene claro, aún, cuál es la salida a la crisis.
¿Qué pasa aquí, que la preferencia por la democracia -una postura que en tiempos de guerra fría habría sido abrazada sin remilgos- hoy es apoyada por los ciudadanos y mirada con recelo por sus líderes? Es una pregunta legítima y, para responderla, creo necesario ampliar la mirada. No sólo el petróleo explica la difícil relación de occidente con el Islam.
Los atentados el 11-S y la llamada guerra contra el terrorismo allí iniciada por EEUU, y apoyada plenamente por el occidente institucional, han sido fuente inagotable de legitimidad para promover políticas de restricción en la libertad de las personas y pretexto suficiente para profundizar la polarización Occidente-Islam ya iniciada luego de la caída de los socialismos reales y la Guerra del Golfo. Fruto de esta polarización y la generalización de una mirada amigo-enemigo, con un Islamismo sospechoso – que se ha asociado rápida y erróneamente al mundo árabe – sumado a la lucha geopolítica por recursos naturales estratégicos (léase petróleo) y los efectos de las migraciones desde el Magreb a Europa han configurado un terreno fértil para la aparición de discursos e imaginarios políticos neopopulistas que permiten comprender y contextualizar el origen de ciertas decisiones. Por ejemplo, las recientes declaraciones de la Canciller Angela Merkel y del Primer Ministro David Cameron dando por fracasado el multiculturalismo en Europa obedecen, precisamente, a la peligrosa penetración en las elites políticas occidentales de imaginarios ya no sólo neoconservadores, sino neopopulistas. Ellos colocan en la inmigración, principalmente islámica, y en la imposibilidad de asimilación de estas etnias a los valores occidentales, como foco de políticas tendientes, en realidad, a responder a los efectos del modelo económico en el mercado del trabajo y el estado de bienestar, la crisis de representatividad y desafección democrática, así como en chivo expiatorio de la lucha contra la amenaza terrorista.
En este contexto y tomando las revueltas de Túnez y Egipto como una señal, la respuesta a la pregunta respecto de cómo afrontar esta revolución, para algunos, o crisis en desarrollo, para otros, hace que el occidente rico e industrializado deba enfrentarse al desafío de tomar una postura respecto a si apoya con fuerza los procesos democratizadores o enfría los movimientos de cambio para favorecer la estabilidad de la región.
No apoyar la transición de pueblos que demandan autodeterminación democrática y mejores condiciones de vida puede traer beneficios en el corto plazo al disminuir la presión al alza de los precios de commodities vitales para salir de la crisis- el petróleo ya bordea la barrera de los U$100 por barril- y puede, además, reducir temores de un posible síndrome Irán, es decir, a la llegada de partidos islamistas al poder en zonas estratégicas de oriente medio. Es decir permitiría traer la calma en momentos de turbulencia.
Sin embargo, esta dirección enviaría señales negativas al mundo y a medio oriente. Primero significaría reforzar la opinión de que la “fuerza moral” de la democracia y los valores del Estado laico son intereses secundarios frente a las demandas de los mercados financieros y la estabilidad.
Desde otro punto de vista, sería continuar el la senda errónea de creer que el problema radica en la amenaza de un otro enemigo, lógica que se traspasa rápidamente a la política interna en forma de xenofobia y racismo, y por tanto en la amenaza de modelos culturales en pugna.
Lo que debe pensar occidente y las economías desarrolladas, es que el problema con oriente medio, el islam y la relación con la inmigración tiene que ver con cómo se incorporan al desarrollo a Estados y Naciones productoras de las materias primas que hacen posible la riqueza del mundo desarrollado y que se sienten excluidas y obligadas a ver como su pertenencia territorial vincula grandes masas a la pobreza o al exilio económico, conocido técnicamente como emigración.
La exclusión y el subdesarrollo son la amenaza y no las culturas, etnias o credos. No es el multiculturalismo o la tolerancia lo que provoca problemas, es la realidad de un sistema económico y financiero global desregulado y desbocado que deja poco o nulo espacio a la confianza y la cooperación y que permite tal nivel de desorientación y deslegitimación de los poderes públicos que hace posible tener que ceder al miedo “al otro” (inmigrante, islamista, árabe, gitano) para no tener que enfrentarnos con la realidad.
El sol está saliendo en oriente, en Europa, en América Latina, en Asia, está saliendo para líderes y ciudadanos, está para quien lo quiera ver y ha salido en una oscura noche de crisis financiera que permite darnos cuenta que el mayor riesgo no viene sólo del terrorismo, sino de las lógicas inevitables de un mercado financiero global que no tiene afecto natural por la igualdad, la libertad y el bienestar de las personas.
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