#Internacional

Los perros de la calle (esas cosas que a nadie le importa leer)

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05:30 de la mañana, 3 grados Celsius. Esta ciudad está cada vez más helada, pero aún no lo suficiente como para extrañar su horrible verano. Mi gato me mira con cara de ¡qué mierda haces molestando a estas horas! Y eso que ya estoy un poco atrasada.

Aún no son las 7 de la mañana y al sol le falta al menos una hora por salir. He cruzado la ciudad casi de punta a punta y me voy acercando a mi destino. A lo lejos se oyen voces que suenan melodiosas, acentos que resultan familiares, que en algo reconfortan el frío de los 4 grados que hacen. Por este polígono industrial, donde los autobuses terminan su recorrido ocho calles más atrás, pululan zombies. Se me unen en el trayecto y todos vamos con nuestras carpetitas: así nos reconocemos.

Al llegar somos 200 en una larga y caótica fila, pero no es el concierto de los Rolling Stones. Somos inmigrantes extracomunitarios, esa es nuestra categoría y por eso somos animales, los perros “sin huella”.

Katia terminó de trabajar a las dos de la madrugada. Se vino desde Ucrania hace ocho años y según ella, le ha ido bien. Sin embargo, ahora lleva cuatro noches durmiendo en la calle. Del trabajo se viene a “la policía”, porque aquí estamos: en la Comisaría de Patraix. Bueno, al frente, porque tenemos prohibido pisar la acera de la Comisaría hasta que sean las nueve.

A este lugar debemos venir a que nos tomen la impresión dactilar cada vez que debemos renovar nuestras tarjetas de identificación, que en el caso de los que estamos en calidad de estudiantes es todos los años, siempre por esta misma fecha. Aquí debemos acudir todos los “sudacas”, “negros”, “moros” y “nadies” de Valencia, los cuales, para el año 2011, éramos casi 170 mil en estado de legalidad, según el Instituto Nacional de Estadísticas de España.

Manuel, es argentino y hasta hace dos meses vivía en Valencia, pero lo transfirieron a Madrid. Sin embargo, como había iniciado los trámites acá, debía “tomarse las huellas” en Patraix. Se pidió el día, y compró un boleto de ida por 27 euros, el más barato que pudo. Llegó poco después de las 3 de la mañana a la ciudad. Tomó un taxi por otros casi 20 euros y estaba en la cola a las 4 am. Katia lo vio llegar y lo miró con pena, pero el matrimonio que había llegado a las 10 de la noche del día anterior sintió por él real lástima.

Laura llegó tarde. ¡Irresponsable! igual que yo, por venir a hacer cola tan sólo dos horas antes que abra la atención a extranjeros. Me cuenta que es de Guatemala y que no pudo venir por la noche porque ya no le queda dinero para pagar a alguien que cuide a su bebé mientras ella duerme en la calle, esperando que otra vez le entinten los cinco dedos. Y es que a diferencia de muchas otras ciudades de España, en Valencia no dan cita previa para este trámite y no queda más que hacer la fila.

Los policías ven como cada noche se agolpan mujeres y hombres, trabajadores, estudiantes, cónyuges, matrimonios, hijos, hermanos y hermanas… cientos de personas hacen la “cola de vergüenza”. Somos personas, pero no somos personas como ellos, ni como sus hermanos, o como sus padres o como sus cónyuges. A nadie se le ocurre, abrir un cuaderno, poner un nombre, una fecha, una hora. A nadie se le ocurre abrir un sistema informático que permita que todos los inmigrantes pidan su cita previa online, como lo hacen en Canarias, Toledo, Zamora, Jaén, Albacete y Madrid, aunque en este último caso es sólo para los que tienen permiso de larga duración o familiares ciudadanos europeos. Nadie ha pensado por ejemplo, que se podría pedir cita por teléfono como lo hacen en Badajoz, o por último, que se podría pedir cita personalmente, como en Tarragona. A nadie se le ocurre decir ¡basta ya! A nadie parece importarle que esto venga pasando desde hace más de seis años. A nadie, salvo a los nadie.

Con los primeros rayos de sol, aparecen cuatro amigos que estacionaron más lejos. ¡Han vuelto! dice la gente de adelante. Se ponen en primera fila. Sacan un papel y un lápiz. Es una lista y en ella sólo hay 70 nombres. Se dispersan entre la multitud, mientras uno entra a la comisaría. Otro se acerca a Laura y le dice “tú ya no tocas; anoche se repartieron a las dos y media”. Laura no se lo puede creer, otra vez no podrá poner las huellas. El tipo le susurra que más adelante hay un chico de abrigo verde que “lo está vendiendo por 50 euros”. Lo mismo hace con Manuel y con Katia, ya por cuarta vez en la semana.

Los policías ven como cada noche se agolpan mujeres y hombres, trabajadores, estudiantes, cónyuges, matrimonios, hijos, hermanos y hermanas… cientos de personas hacen la “cola de vergüenza”. Somos personas, pero no somos personas como ellos, ni como sus hermanos, o como sus padres o como sus cónyuges. A nadie se le ocurre, abrir un cuaderno, poner un nombre, una fecha, una hora. A nadie se le ocurre abrir un sistema informático que permita que todos los inmigrantes pidan su cita previa online.

Al menos 20 de los 70 enlistados son para venta. Sí, los mismos inmigrantes venden a los otros inmigrantes la oportunidad de renovar sus papeles, de obtener su tarjeta de identificación, de renovar sus contratos, la posibilidad de viajar y desplazarse libremente… de visitar a sus familias para navidad.

Los que llegan primero -usualmente los mismos de siempre- son los encargados de hacer la lista. Nadie los contrató, nadie les pidió, nadie los designó y la policía lo sabe, pero hacen la vista gorda. “Ustedes mismos tienen que auto-organizar bien la fila”, explican. Prima, entonces, la ley del más fuerte. Laura carga su hijo, Katia tiene tan sólo 22 años, Manuel no tiene ánimos de irse a golpes, así que todos agachan sus cabezas, pero nadie se mueve. Parece que quien ha cruzado mares nunca pierde la esperanza.

Abren la puerta, salen los policías y piden la lista a quien la porta. Le dicen que debe hacer pasar a 70 personas a la acera de la Comisaría. Pasan los 40 primeros, luego algunos del medio y unos pocos que llegaron al final. Prima también la ley del dinero. En total no hacen más de 60 personas. Los cupos comienzan a bajar de precio. Va en 30 euros el derecho a hacer una fila.

Katia se acerca a la mitad de la calle, intenta hablar con un policía que no la quiere escuchar y sólo le repite: vuelve a la acera del frente. Katia llora y entre sollozos trata de explicarle cuántas noches lleva durmiendo en la calle, el frío que hace, lo sola que está, el riesgo que corre cada vez. El policía repite: vuelve a tu lugar. Katia cierra los ojos, respira hondo, aprieta los labios y cruza a la comisaría. Los policías se acercan y su parka roja y su pelo rubio comienza a perderse en la multitud, pero ahí está. Katia comienza a gritar.

Denuncia la venta de lugares en la lista, acusa el trato inhumano y vejatorio de un gobierno que te obliga a dormir en las calles para realizar un trámite que te permita seguir estando legal en el país; desenmascara a los vendedores, sus cómplices y los compradores. “¡No les compren! No les compremos, no sigamos fomentando nuestra propia miseria”, nos grita, mientras nos va cada vez atrayendo hacia la acera que nos está prohibida. “Aquí nos creen animales, nos tratan como animales y terminamos convirtiéndonos en animales”, le profiere a un policía en su cara y es como si mil ráfagas lo golpearan en la cara. Su eco resuena por la periferia de Valencia. Somos 200 en las puertas de la Comisaría de Patraix.

Los gritos de Katia develan la miseria, la frustración y la humillación a la que miles de inmigrantes nos vemos sometidos cada año. Su desgarro es por todos nosotros, por los de las noches y días anteriores y por todos los que vendrán. Su lamento es por Laura, por su hijo y por Manuel, quien se vino en vano desde Madrid. Es por todos los que quedaron fuera de la lista, por los que “ganaron” su cupo, por los que lo compraron, por los que hicieron la vista gorda y hasta por los que lo vendieron.

La Comisaría decide cerrar sus puertas y enviar fuera a un mediador: es un policía joven, de ojos cándidos y voz pausada. Escucha a Katia y le dice que le encuentra la razón. Conversa con Manuel y le recomienda que se quede acá el fin de semana y venga el domingo a las diez u once de la noche, que así quizás llegue a Madrid el lunes por la tarde y no pierda el viaje. Habla con Laura y le pregunta desde qué hora está con el niño en la calle. Nos escucha a todos al mismo tiempo y se deshace en explicaciones y disculpas, que al final se limitan simplemente a que los extranjeros “somos muchos”. Decide, entonces armar una nueva fila, pero ésta es sólo para quienes quieran presentar una “reclamación”; ni siquiera para una denuncia nos alcanza. Ya es el medio día y el sol aturde las cabezas que se dispersan por todo el polígono industrial. Somos sólo 30 en mi fila. Delante de mí hay 25 personas que esperan poder presentar su reclamo, pero como es viernes y cierran a las 2… aquí la tienen.

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Julieta Pre

Aunque entiendo el fondo de lo que escribes (que comparto) y admiro la sensibilidad con que escribes, un detalle no menor: hay que cambiar la mentalidad de esos que despectivamente llaman «ilegales» a quienes no han podido realizar el trámite burocrático para regularizar la residencia. No han robado. No han matado a nadie. El término es inmigrante «irregular». O si quieres de peor forma «sin papeles». Recuerda:Ninguna persona es «ilegal».

julieta pre

Lo aclaro, para entender que estos que los que tienen la suerte de conseguir sus papeles son «regularizados». Pero, de todas formas, gracias por compartir esta experiencia.

LoloValderrama

LoloValderrama

Fe erratas: Donde dice » en estado de legalidad» debe decir «regulares».
Gracias, Julieta Pre.

    LoloValderrama

    LoloValderrama

    Fe de erratas: Donde dice «Fe erratas» debe decir «Fe de erratas».

vasilia

vasilia

Y luego los españoles se quejan de los problemas que les ponen en los aeropuertos de Brasil para ingresar. Es que una cosa es que renovar el documento de estancia legalizada sea siempre molesto en cualquier parte del mundo, y otra que ademas del problema uno tenga que soportar la estupidez de la policia y su racismo. Y en racismo, España solo es superada por Estados Unidos, el pais mas racista del mundo.

Lo peor es que el mal trato que da la policia a los extranjeros no comunitarios es solo un poquito peor que el trato que da la policia a los mismos españoles. Sino, preguntenle a cualquier español lo que tiene que pasar para renovar su permiso de conducir

Alfredo V. Rojas Figueroa

Excelente… gracias Lolo

guillermo villar

Nada sé de economía…
Pero…
Algo sé o quizás tengo algo de conciencia respecto de la palabra «humanidad»…
¿Crisis en España? ¿Racista, clasista España y los hispanos?
Increíble, pero parece todo cierto.
Lo más insólito es que en Chile los españoles son recibidos con brazos abiertos.
Lo más insólito del fútbol alcanzan cifras que el Bernabeu, el Camp Nou y otros escenarios del balompié siempre están atiborrados de españoles.
Y la «danza» de millones para cancelar a los «ídolos» es sideral. ¿Quién o quiénes se llevan las platas?
Quiénes están detrás de la fabricación de miserias y quiénes son los encargados de basurear con los llamados inmigrantes o ilegales.
La podredumbre está alcanzando ribetes dramáticos en esa nación tan «fina»… por ahora.
¿Y si pagáramos con la misma moneda acá en este flaco país?

Eliseo Pala

En mi opinión España es un gran país que ofrece ayudas sociales, educación y sanidad (al menos de urgencia) a muchos inmigrantes que han entrado en el país de forma legal o ilegal.
Como bien dice el artículo se trata de un problema de organización en una ciudad conreta y no en todas, así que, por favor, no confndamos desorganización puntual con racismo.

Juan

Es lamentable, pero cada país posee sus propias reglas de inmigración. Muchos en España consideran que la crisis económica que les afecta es difícil de corregir por la alta tasa de población inmigrante. En ese sentido, no es de extrañar ese tipo de trato por parte de las instituciones del Estado español.

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