Los movimientos civiles que generaron la caída de los gobernantes de Túnez y Egipto –Zine el Abidine Ben Ali y Hosni Mubarak, respectivamente- en los primeros meses de 2011 tuvieron características particulares.
Entre éstas, que no invocaron una intervención militar directa, no hubo participación de líderes religiosos o políticos ni mucho menos, como temía occidente, un fundamentalismo islámico radical que promoviera la salida de los líderes autocráticos. Lo que se apreció fue una amplia movilización social motivada por el descontento de una población joven – más del 50% de la población de la África árabe tiene menos de 25 años- que ha vivido y se ha desarrollado bajo estos gobiernos autoritarios y a quienes les afectan directamente los altos niveles de pobreza, cesantía y corrupción.
Indudablemente que el esperado “efecto dominó” de estas revueltas era aguardado para ver dónde se gatillarían nuevas movilizaciones. Las apuestas eran Argelia, Yemen, Arabia Saudita, entre otros. Sin embargo, fue a Libia a quien le correspondió el turno.
En este caso, el liderazgo del dictador Muamar el Gadafi se ponía en entredicho. No obstante la lealtad de las FF.AA, en especial de la Fuerza Aérea, se ha generado una virtual guerra civil en el país magrebí. A diferencia de los casos anteriores, las fuerzas armadas no enfrentaron a la población civil y se sumaron a ésta en sus demandas. En Libia, el estallido de una guerra civil con miles de refugiados y desplazados nos entrega una escena más dramática e incalculable.
En este escenario, Gadafi estaría apoyado por mercenarios (enviados por Argelia y Siria) con el claro objetivo de derrotar a los rebeldes –incluso militares- acantonados en las zonas de Tobruk y Bengasi.
Más allá del curso de los enfrentamientos, esta guerra ha permitido el resurgimiento de ciertos fantasmas en Occidente. El más notorio, sin duda, ha sido en del integrismo islámico.
No es de extrañar, por ello, que miembros del gobierno de Trípoli hayan manifestado, al surgir los primeros movimientos, que existía el peligro de la instalación de un “emirato islámico” en la zona de Bengasi. Tal declaración alertó a Occidente, que automáticamente asoció tal hecho a un nuevo Irán (tal como el de la revolución de 1979) o a la presencia de Al Qaeda. Con ello, el gobierno de Gadafi buscaba el apoyo (basado en el temor) de Occidente para evitar la desestabilización de su régimen, haciendo reaparecer en la palestra a grupos radicales como el Grupo Islámico Combatiente Libio o la Brigada de los Mártires.
Por su parte, las fuerzas rebeldes han manifestado claramente que no existen razones ideológicas, ni menos doctrinas religiosas fundamentalistas en su revolución. Sólo quieren la salida del dictador y recuperar la libertad de expresión, la democracia, el acceso a la educación. En esencia, los mismos objetivos de los casos de Túnez y Egipto.
Otra arista a considerar es la reacción de Occidente. Más allá de las propuestas de embargo económico, bloqueo naval o intervención militar, Francia y el Reino Unido presentarían al Consejo de Seguridad de la ONU un proyecto para declarar una zona de exclusión aérea en Libia. El único reparo es no repetir la ambigüedad de lo ocurrido en Bosnia en la década de los noventa, cuando no se detalló claramente sus alcances.
Por su parte, la Liga Árabe ha respaldado la exclusión aérea e, incluso, ha reconocido a los rebeldes libios (el Consejo Nacional de Transición Interino, CNTI) como su único interlocutor. Sin embargo, Siria, Argelia, Sudán y Yemen serían reacios a la medida y han manifestado que debe respetarse la soberanía de Trípoli.
Por ahora, solo resta esperar una reacción de Occidente y ver como el problema libio aumenta en su tensión interna.
Académico de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
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