Esta semana, el gobierno cubano anunció la liberación de 52 presos políticos pertenecientes al “Grupo de los 75” encarcelados en 2003. Este éxito humanitario se logra luego de una serie de esfuerzos internos y de la comunidad internacional. El papel desempeñado por la Damas de Blanco y los disidentes Orlando Zapata -fallecido luego de una prolongada huelga de hambre- y Guillermo Fariñas –quien acaba de poner término a su ayuno de 130 días- sin duda fueron fundamentales para mantener el conflicto en la primera plana de la agenda mundial y aumentar la presión internacional sobre el gobierno de Raúl Castro.
Sin embargo, el gobierno cubano no hubiese cedido de no mediar dos elementos clave en este episodio: el rol de la iglesia católica y del ministro de exteriores español Miguel Ángel Moratinos. En efecto, el anuncio de Castro fue precedido por un proceso de diálogo, iniciado en mayo de este año, con el cardenal y arzobispo de la Habana Jaime Ortega. El prelado, asumiendo un papel mediador entre la disidencia cubana y el gobierno, logró generar las confianzas necesarias al remarcar que las conversaciones eran entre el gobierno y la Iglesia “de Cuba”, descartando que la visita a la Isla del representante del vaticano Dominique Mamberti fuese un factor dentro del proceso.
El segundo elemento determinante fue la gestión diplomática del canciller español Miguel Ángel Moratinos, quien lleva años jugándose su prestigio internacional para que la Unión Europea termine con el bloqueo comercial instaurado en 1996 mediante la llamada “Posición Común”. Moratinos participó esta semana de las reuniones definitorias junto a Castro y Ortega, y ofreció el suelo español para cobijar a los ex presos políticos. Por su parte, el gobierno cubano, en un gesto de reconocimiento al canciller, anunció la liberación de los presos de conciencia antes de que Moratinos dejara la Isla. De este modo, el ministro español regresa a España y al foro europeo con tarea cumplida bajo el brazo, y en una posición que le permite exigir a sus colegas europeos que se abran a un acuerdo de asociación comercial con la Isla.
Las gestiones diplomáticas emprendidas por la iglesia cubana y el canciller español entregan interesantes lecciones de cómo debe enfrentarse el caso de Cuba en lo sucesivo. Esta vez, a diferencia de las estrategias tradicionales basadas en el estrangulamiento económico de la Isla –como el embargo económico que desde 1960 EEUU impone sobre la Isla- se optó por un proceso de diálogo amplio, liderado por una institución que da confianza tanto al gobierno como a la disidencia y acompañado de un personero que entiende que el cambio de régimen en Cuba requiere también del esfuerzo de la comunidad internacional por reintegrarla a la economía global.
Es de esperar que estas gestiones diplomáticas marquen el inicio de nuevo trato, que basado en el diálogo y la compresión mutua, encaminen a Cuba hacia una transición democrática y al término de las violaciones a los derechos humanos de quienes piensan distinto.
* Artículo Publicado como Editorial de la Red de Propuestas Públicas de Frecuencia Pública, Movimiento Político Ciudadano
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Foto: EFE, Diario el País.
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Por cierto, una aclaración: los presos políticos han sido excarcelados y desterrados, no liberados.
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Cortesía de Carlos Alberto Montaner
En Cuba se entra o se sale de la cárcel por razones de Estado, no de derecho. Raúl Castro ha decidido poner en libertad a 52 presos de conciencia. Es su opción menos mala. Esta vez la oposición lo derrotó. La heroica resistencia de los demócratas cubanos, de sus familiares y del resto de la disidencia estaba destrozando la ya magullada imagen de la dictadura. Desde 1962 este episodio se ha repetido con cierta frecuencia. El régimen llena las cárceles y luego necesita evacuarlas. A lo largo de medio siglo, han sido miles los presos políticos cubanos enrejados sin motivos o liberados por cuestiones estratégicas antes de que cumplieran sus sentencias.
¿Cómo proceder a la excarcelación? Aquí entró en juego la Iglesia católica. Eso es lo novedoso. Raúl no cree en Dios, pero sí cree en los curas. Para él, Dios es una abstracción incomprensible, mientras la Iglesia forma parte de la tangible realidad cubana. El cardenal Jaime Ortega, por su parte, no cree en el comunismo, pero sí cree en Raúl Castro. Supone que Raúl, al contrario de Fidel, sí desea sinceramente introducir cambios sustanciales en el país en el terreno social y económico porque comprende que la sociedad cubana se está hundiendo en medio de la improductividad, la corrupción y la absoluta falta de confianza en un torpe sistema que los ha llevado al desastre.
Raúl ha descubierto un fenómeno típico de las sociedades en proceso de transformación: el poder requiere un interlocutor ajeno a su propia naturaleza para cambiar de rumbo. Hace muchos años me lo dijo Adolfo Suárez: “yo necesité a los comunistas y a los socialistas para enterrar el franquismo y traer la democracia a España”. Raúl, que todavía no se atreve a dialogar con la oposición, por ahora necesita a la Iglesia. No es una mala decisión. Tal vez se acostumbre y la utilice para otros cambios en el futuro. Puede ser útil para todos.
Raúl, que gobierna con un grupo de militares obedientes, siente que no puede llevar el tema de una amnistía al parlamento cubano o al partido comunista porque esas instituciones, que andan sordamente revueltas, han sido adiestradas para obedecer, no para deliberar. Hoy le resultaría muy peligroso abrir un debate dentro de unas estructuras de poder en las que reina una mezcla explosiva de incredulidad con los dogmas de la secta, desconcierto con los resultados prácticos del modelo de gobierno, e inconformidad total con unos hermanos que han hecho lo que les ha dado la gana durante medio siglo de disparates y arbitrariedades.
La Iglesia, por su parte, ha aceptado la responsabilidad a sabiendas de que iba a recibir palos de tirios y troyanos porque ése es uno de sus roles ineludibles: auxiliar a la sociedad en los momentos trágicos. Fue lo que vimos en la Sudáfrica del obispo episcopal Desmond Tutu y en la Nicaragua sandinista de Miguel Obando y Bravo. Son situaciones muy diferentes, pero el fondo es el mismo: la Institución sirve como facilitadora de soluciones. Se convierte en vehículo para acelerar los cambios y evitar la violencia. Naturalmente, también busca recobrar su influencia. No hay nada infame en esa pretensión.
Raúl, en cambio, le ha asignado al canciller español Miguel Ángel Moratinos un rol contraproducente. Su papel es quitarle presiones internacionales a la dictadura. Nadie comprende qué gana España con esa cruzada innoble. Raúl utiliza a la Iglesia para comenzar a salir del problema de los prisioneros de conciencia, lo que fundamentalmente beneficia a los demócratas cubanos, pero Moratinos es un instrumento para tratar de persuadir a los países europeos de que abandonen su posición común frente a la tiranía, postura que daña y retrasa el proceso de cambio.
La extraña hipótesis del diplomático es que la suavidad en el trato es lo que ablanda a la dinastía militar de los Castro. Ni siquiera ha sido capaz de advertir que lo que acaba de suceder desmiente su teoría: han sido la firmeza de ciertos países y el heroísmo de los opositores lo que ha abierto los calabozos. Moratinos insiste en un error que perjudica a los cubanos, no beneficia a España y contradice los valores y los compromisos legales de la Unión Europea. ¡Qué hombre más terco!