A partir de septiembre, cada año, Antonia acude por la tarde-noche a la estación del metro Romero Rubio en la Ciudad de México. Antonia es una mujer joven, su cabello color rojizo lo lleva suelto en esta ocasión. Tiene grandes ojos y un timbre de voz grave. Lleva consigo un bote grande, agua, galletas, celular con batería recién cargada, algo de abrigo y unas flores. Se trata de claveles y rosas de diferentes colores, algunas envueltas en papel, otras sueltas.
Jonathan hace berrinche, Antonia reacciona, le grita, lo regaña y le pide que se calle. Mientras sostiene su celular con una mano y grita -flores, lleve flores, para su esposa, para la novia- saca con la otra unas galletas dentro de una bolsa, no las mira, se las da a Jonathan
Este día, como tantos otros, la acompaña su hijo Jonathan. Ellos caminan sobre las banquetas amplias, recién colocadas por la delegación, hacen acto inaugural sobre ellas. Jonathan no puede darle la mano a su madre porque ella camina complicada con todos los elementos, sin embargo, él sabe que debe ir atrás de ella. Mientras caminan, Jonathan mira las líneas y las formas de los cuadrados en las banquetas, entonces piensa, -quiero dejar mi huella-.
Cuando llegan a la estación del metro, suben las escaleras y se ubican en el segundo descanso. Antonia coloca las flores dentro de la cubeta con agua; Jonathan se alista a esperar, a veces paciente a veces estresado, a que Antonia cumpla con su misión.
Una vez todo en su lugar, en cada arribo de tren, Antonia dice algunas palabras, aprovecha que la gente regresa a sus hogares. Ella les ofrece flores, la época es un buen momento para el negocio, es víspera de fiestas. Transcurridos algunos minutos, su ofrecimiento de flores se vuelve automático, no pone atención en sus prospectos, su celular la ha atrapado.
Son alrededor de cuatro horas las que yacen ahí, llega un momento que toman asiento en el suelo frío, ella se toma el tiempo para mirar lo que ocurre desde su celular. En tanto, Jonathan de tres años, rueda por el pasillo. Su ropa ya de por sí sucia y vieja, atrapa la mugre que la gente deja a su paso. A través de su nariz le escurre una sustancia viscosa, reacción necesaria ante un otoño frío. Llega un momento que ríe y juega, imagina que ese espacio es el universo y él un astronauta, es por ello que, la gente lo ve en el suelo, asemeja su tránsito en la luna, verifica qué nuevo orificio le han hecho los ratones, sobre todo, comprueba, se trata de un gran queso. Luego, algo lo interrumpe, regresa a su realidad, su estómago le dice hambre y su cuerpo le dice frío y sueño. Entonces, incesantemente llora, nadie le hace caso.
Antonia sigue atenta a su celular al mismo tiempo que grita -flores, lleve flores, para su esposa, para la novia-. Los transeúntes, algunos conversando, otros pensando en solo llegar, no se han percatado de su presencia, necesita atención.
Jonathan no aguanta más, es suficiente, piensa, ha sacrificado la posibilidad de estar en cama, cobijado, luego de haber tomado su leche y pan, tal vez, con un cuento leído o un arrullo. Se desespera, grita a su madre; ella no lo escucha o lo escucha a medias; nadie lo entiende, no lo atienden, no lo escuchan, el asunto se ha vuelto normal, él es parte de la vida diaria de las personas y de su madre, pero al mismo tiempo no lo es. Se harta.
Jonathan hace berrinche, Antonia reacciona, le grita, lo regaña y le pide que se calle. Mientras sostiene su celular con una mano y grita -flores, lleve flores, para su esposa, para la novia- saca con la otra unas galletas dentro de una bolsa, no las mira, se las da a Jonathan, él desesperado, rápidamente lleva la primera a su boca, es urgente, entonces, guarda silencio, la noche transcurre. El futuro astronauta siente la delicia de lo dulce, luego, regresa a la luna, se recuesta, cruza los pies mientras mira al mundo girar, ve personas ir y venir, algunos corren, gritan, se empujan; sigue saboreando la galleta mientras cientos de estrellas se cruzan en su mirada, le roban una sonrisa, sabe que cuando sea grande su imaginación lo llevará a la realidad, abordará una nave espacial y crecerá tan alto como pueda. Total, nada se lo impide, ¿o sí?
Postdata: De acuerdo con la Convención de los Derechos del Niño, todo niño/a tiene derecho a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social (Art. 27).
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