#Internacional

Escúchame, soy víctima de trata

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Cuando vivía en Guatemala escuché decir a una madre de familia, refiriéndose a una jovencita que trabajaba en un bar (en Guatemala se le llama bares a centros nocturnos parecidos a las cantinas donde también se ofrece el servicio sexual, también llamados prostíbulos) de mesera y había tenido tres hijos de distinto padre, era mamá soltera: “esa está ahí porque es una puta y le gusta”.

Las mujeres que participaban de la conversación, todas madres de familia, casadas por la iglesia y por todas las leyes, secundaron el comentario y también despotricaron contra la jovencita, a la que cuando miraban saludaban amablemente de beso y abrazo y llamaban sobrina. Yo que no me puedo quedar callada ante injusticias así, entonces pregunté: ¿y ustedes no son putas? Pero es aparte, nosotras estamos casadas, somos mujeres de la casa. ¡Todas somos putas, casadas o no!

La jovencita había emigrado de su pueblo natal a la capital para trabajar como empleada doméstica, en su pueblo se había enamorado de un patán que cuando la embarazó huyó cobardemente, cuando ella tenía 15 años. Sus padres la echaron de la casa, y con un hijo que mantener se fue en busca de trabajo. En el camino, sola, sin conocer a nadie en la capital, deprimida, angustiada, cayó en una de esas redes de trata que la engañó ofreciéndole techo y comida, aparte de un trabajo: fue a dar a un bar. Conocidos decían que la habían visto trabajando como sexo servidora y no como mesera. “No estaba a la fuerza”, porque ella salía y viajaba a su pueblo a ver a sus hijos. La suya era una modalidad de esclavitud sexual tan común en el mundo.

Pregunto, ¿qué hacían metidos en un bar, hombres padres de familia, casados? , ¿Y encima alardeando con sus esposas, sobrinos e hijos sus andanzas en bares? Un buen día cuando mi hermano empezó a desarrollar llegó mi papá con sus once ovejas, le dijo que se alistara porque se lo iba a llevar a un bar para que se hiciera hombre, mi hermanito tendría unos 12 o 13 años. Mi padre lo dijo tan quitado de la pena enfrente de su esposa y sus hijas, como si de comida hubiese estado hablando. Mi mamá y mi hermana mayor no dijeron nada, la que brincó fui yo, ¡pues entonces también lleváme a mí para que me hagan mujer! ¡sobre mi cadáver que te llevás a mi hermano a violar niñas! Aquello fue una discusión en la que mis papás terminaron gritándome: ¡loca de mierda! No sé si mi papá llevaría en el transcurso de los años a mi hermano “a que se hiciera hombre” a un bar, solo ellos lo saben.

Los hombres de mi familia, contando desde mi abuelo hasta mis primos -imagino que mi hermano también aunque me niegue a aceptarlo- desde que tengo memoria visitan bares, y ha sido aceptado y visto como normal por las mujeres de mi familia que, como salvedad dicen: el hombre es de una de la puerta de la casa para adentro, de la puerta de la casa para afuera es de la calle, con que no nos peguen enfermedades es todo. Es por eso que la mayoría tiene hijos fuera del matrimonio -a los que no reconocieron, por supuesto-, su número galán de amantes y sus visitas habituales a los bares a donde van a dejar buena parte del salario a fin de mes.

Escribo esto no para satanizar a mi familia, lo escribo como ejemplo de una sociedad patriarcal de la que también somos parte. La trata de niñas, niños, adolescentes y mujeres no existiría si los clientes no serían nuestros hombres: padres, amigos, hermanos, compañeros de trabajo, jefes, hijos, abuelos. Y las mujeres en baños de pulcritud y virginidad no tacháramos a otras de putas y las dejáramos a su suerte.

El otro día estaba en una reunión social, conversaba con un grupo de hombres que se llaman así mismos revolucionarios y que se saben la historia política del continente de memoria, y que muy Fidelistas, Chavistas y Guevaristas, al finalizar se despidieron porque iban todos para un bar y no querían llegar tarde porque sino otros les ganaban a las jovencitas nuevas que llegan cada sábado. ¿Es de vómito verdad?

La trata de niñas, niños, adolescentes y mujeres no existiría si los clientes no serían nuestros hombres: padres, amigos, hermanos, compañeros de trabajo, jefes, hijos, abuelos. Y las mujeres en baños de pulcritud y virginidad no tacháramos a otras de putas y las dejáramos a su suerte.

Cuando estudiaba en la universidad un buen grupo de compañeros, futuros profesionales (muchos ellos ahora son docentes universitarios) se iban todos los viernes al bar que quedaba al final de la cuadra, decían que con las “putas” del bar podían hacer lo que con sus novias no. ¿Qué puede hacer un hombre con una mujer que está en un lugar para ser maltratada y humillada? Somos nosotros como sociedad de consumo.

Cuando ejercía el arbitraje en Guatemala y nos tocaba dirigir en los departamentos, y nos tocaba dormir allá, muchos de mis compañeros la noche anterior al juego se iban al bar del pueblo a buscar jovencitas, allá se juntaban con los jugadores. El domingo salían en televisión impecables, como jueces imparciales y dignos. Los jugadores como las estrellas inalcanzables. Y eso sucede también a nivel internacional, los árbitros del país anfitrión cuando hay torneos o juegos internacionales, lo primero que hacen como cortesía y bienvenida es llevar a los árbitros a casas de citas de abolengo.

Podría poner mil ejemplos, y sé que ustedes también como lectores tienen miles de ellos, la trata existe porque somos nosotros la sociedad que la consume. En este artículo hablo expresamente de la trata con fines de explotación sexual, pero también existe con fines de explotación laboral y tráfico de órganos.

Y somos insensibles ante esto que debería ser nuestra mayor vergüenza como humanidad, porque con las víctimas no existen los lazos de sangre. Porque no son nuestras hijas, hermanas, amigas, madres. Porque somos egoístas y creemos que solo es importante quien está dentro de nuestra burbuja y zona de confort. Porque no hemos entendido aún que este mundo no va a cambiar sino cambiamos nosotros. Porque la indolencia y la perversidad nos corroe. La mojigatería y la deshumanización se han apoderado de nosotros -cuando nos conviene-.

¿Qué sociedad permite la existencia de bares y casas de citas? ¿Qué sociedad permite la existencia de las redes de trata con fines de explotación sexual, laboral y tráfico de órganos? Somos nosotros quiénes lo permitimos, somos la sociedad de consumo. Unos por hacer y otros por callar. ¿Qué haríamos si un día en cualquier circunstancia nos encontramos con un niño, niña, adolescente o mujer que nos diga: ayúdame, soy víctima de trata? Es lo que muestra el documental, Escúchame, creado para la concientización de la sociedad de consumo. O las película Evelyn, Trade, La mosca en la ceniza, La jaula de oro, La vida precoz y breve de Sabina Rivas. Y tantas otras.

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