Uno de los primeros recuerdos que tengo de infancia es mi abuela Marina hablándome en guaraní y yo respondiendo en castellano. No sé cómo nos entendíamos, ya que ella casi no hablaba castellano y yo hablaba poco guaraní, pero sí, lo entendía. Todavía lo entiendo. ¡Y sí, soy paraguaya!
En el colegio, desde chicos nos enseñaban “Yo soy paraguayita, no niego mi nación; a papá le doy un beso y a mamá mi corazón”. Bueno, soy medio paraguaya y medio chilena. Pero mis primeros recuerdos tienen el olor a la tierra húmeda y arcillosa, tienen el sonido de las cigarras al atardecer y tienen entremezclados el castellano con el guaraní.
Cuando me piden que explique cómo es Paraguay, sólo se me ocurre decirles que es como Macondo: que hay que conocer el país, a su gente y su historia para poder explicarlo. Como escuché hace un par de días decir al historiador Alfredo Jocelyn Holt “sólo los paraguayos entienden la historia paraguaya”.
Paraguay tiene en su historia la explicación de la fragilidad de su democracia, porque a diferencia de otros países, tiene una tradición dictatorial y una seguidilla de democracias fallidas. En 1811 obtuvo su independencia de España y sólo tres años después se iniciaría la primera y más estricta dictadura encabezada por Gaspar Rodríguez de Francia (retratado magníficamente en “Yo, el supremo” de Augusto Roa Bastos), quien cerró sus fronteras a todos los países vecinos durante 40 años y desarrolló una economía autárquica.
Sin embargo, el aspecto más determinante en la historia y la idiosincrasia paraguaya fue la Guerra del Triple Alianza (1864 – 1870), una guerra entre Brasil, Argentina y Uruguay contra Paraguay, una guerra que implicó el cuasi exterminio demográfico de una nación. En 1870, al final de la guerra sobrevivió sólo el 40% de la población –conformado mayormente por mujeres, niños y ancianos-, muriendo el 90% de la población masculina en edad fértil. Este dato no es menor, ya que además de una política de repoblación, en la que los hombres durante muchos años tenían hijos con varias mujeres, este afán por sobrevivir al exterminio implicó la necesidad de reafirmar la identidad, de marcar la diferencia con los extranjeros y la exaltación del orgullo patrio. Finalmente, tan sólo 60 años después de este genocidio, en 1932, estalla la Guerra del Chaco contra Bolivia, de la cual Paraguay –un país que tuvo que inventarse y repoblarse después que casi literalmente desapareciera del mapa- sale vencedor.
El paraguayo es tremendamente orgulloso de su nacionalidad, a pesar de estar consciente de los problemas o el atraso interno existentes. Mantienen el idioma guaraní como lengua oficial -en los colegios es tan importante como física, inglés o biología-, y sus tradiciones muy arraigadas, con un nivel de chauvinismo que puede llegar a ser incomprensible para quien no conoce su historia.
Una de las características de mis compatriotas, de la gente común y corriente, es que a la gran mayoría no le importa mucho la opinión de los países extranjeros. Es más, en la última semana he sentido como renace ese nacionalismo extremo que ha llevado a algún tuitero guaraní, a decir por ejemplo “y si nos siguen presionando cerramos las fronteras así como lo hizo el Doctor Francia”. O al mismo presidente recién asumido, Federico Franco, a “insinuar” que cortarían el abastecimiento de electricidad a Brasil y Argentina.
Paraguay no tiene una tradición de alternancia en el poder. De hecho, durante casi todo el siglo XX gobernó el Partido Colorado, lo que finalmente desemboca en un unipartidismo, en el poder concentrado en unos pocos. Por ello, la corrupción está anquilosada en casi todos los ámbitos de la política y la administración pública del país.
En este escenario, Fernando Lugo –un ex cura- representaba una esperanza de integridad moral. Sin embargo fueron varios los factores que le jugaron en contra. De hecho, al momento en que asumió muchos se preguntaban cuánto tiempo duraría. Además de las conspiraciones políticas, de a poco fue perdiendo apoyo entre muchos de los que habían votado por él, esa integridad moral se vio socavada por los numerosos hijos que fueron apareciendo (concebidos cuando todavía era obispo en ejercicio); por su simpatía por Chávez, que nunca fue vista con buenos ojos; y por sus intentos de reforma agraria, lo que ha implicado por primera vez, en muchos años, el levantamiento de los más desposeídos por demandas sociales. Este último punto fue quizá uno de los decisivos, ya que cerca del 80% del terreno fértil está en manos del 2% de la población.
El pueblo paraguayo es un pueblo pacífico, por lo que mi mayor temor tras la destitución de Fernando Lugo era que llamase al pueblo a salir a las calles, porque eso sí hubiese significado un derramamiento de sangre. No sé si sus años de sacerdote o el sentido común primaron y finalmente llamó a la tranquilidad. La historia paraguaya se lo agradecerá.
Si bien vivo en Chile hace muchos años y también soy chilena, la mitad de mi familia está allá, mis recuerdos de infancia están allá y no puedo negar que en mi ADN hay tereré y chipa. Me duele lo que está pasando en Paraguay. Me duele su gente. Sin embargo, sé que aunque las cosas no vayan a cambiar mucho, lentamente está surgiendo una preocupación por los temas sociales, por la corrupción y otros.
¡Rojaiju Paraguay!
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Foto: SDP Noticias
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