Se han dicho muchas cosas contradictorias en las últimas semanas en cuanto a la relación entre Brasil y la naciente Alianza del Pacífico que integran Chile, Colombia, México y Perú.
Más de un analista dijo que ese nuevo bloque -formalmente constituido a comienzos de julio– busca ser contrapartida para el equilibrio en la región frente a Brasil como potencia emergente. Otros señalan que los cuatro países firmantes (más Costa Rica y Panamá, que por ahora están como observadores) pretenden construir su propia dinámica de relación con el Asia-Pacífico dando la espalda al resto del continente.
Es necesario hacer un análisis más en profundidad. Y esto con dos afirmaciones previas: ni Brasil puede emprender su trayectoria global desligándose de su entorno , en especial con América del Sur, ni los países de la Alianza del Pacífico pueden construir una relación eficiente con el otro lado del océano sin expresar que también buscan ser puente de países como Brasil, Argentina y otros.
Brasil emerge en este siglo XXI con una gran fuerza. Es un gigante cuyas fronteras, salvo Chile, limitan con diez países de América del Sur. Representa el 34% de la población de América Latina y el 43 % del producto bruto latinoamericano.
Por ello es que integra ese grupo selecto de poderosas economías emergentes, los BRICS , y por ello juega un rol preponderante, junto a México y Argentina, en el G20 .
Por todo eso -y por sus reservas de agua dulce, de recursos forestales y ahora de enormes depósitos de petróleo en su plataforma marina– es que muchos ven a Brasil más interesado en la escena mundial que en sus amigos de América del Sur.
Creo que no es así . Ha habido señales en los últimos días, como ha sido la reunión de Mercosur y las declaraciones de su actual ministro de Defensa y ex canciller, Celso Amorim, que apuntan a algo esencial: el peso de Brasil es importante en el mundo por sí solo, pero lo es mucho más cuando el mundo ve a través de Brasil la expresión de un gran subcontinente como es América del Sur. Y por ende Brasil tendrá que acostumbrarse a este doble rol : por una parte el que juega en la política mundial y, por otra, el que le cabe tener aquí, a nivel regional.
Pero también está la otra realidad: el siglo XXI es el siglo del Océano Pacífico. Allí están ahora las grandes corrientes del comercio mundial, los flujos financieros principales y los países de crecimiento más rápido. Aquí está el despertar de ese gigante que es China y un poco más atrás, la India.
La historia muestra cómo el devenir de la humanidad se ha dado en torno de mares y océanos. Y ello ha favorecido a los países o puertos ribereños, pero siempre cuando entendieron que su sentido estratégico estaba en ser puerta de entrada, vínculo o puente con los que estaban más allá de esa geografía cercana al mar. Eso fue Venecia cuando Europa descubrió China. Es el papel estratégico de Rotterdam, convertido en el gran puerto de entrada a la Europa tras el término de la Segunda Guerra Mundial.
Es la visión que, a mi juicio, se debiera tener en la Alianza del Pacífico . No basta con decir que este acuerdo no pretende rivalizar con otros, lo cual por cierto es muy importante de señalar. Ni tampoco es suficiente ser tan explícitos como el presidente Juan Manuel Santos, de Colombia, cuando declaró: “Mucha gente ha pensado que esto es un acuerdo para competir contra Brasil. No, es un acuerdo para fortalecernos nosotros, pero no contra nadie”.
La historia muestra cómo el devenir de la humanidad se ha dado en torno de mares y océanos. Y ello ha favorecido a los países o puertos ribereños, pero siempre cuando entendieron que su sentido estratégico estaba en ser puerta de entrada, vínculo o puente con los que estaban más allá de esa geografía cercana al mar.
La cuestión es que, si los países de esta Alianza buscan avanzar más rápido y llegar más lejos en su integración y proyección en el Asia-Pacífico, es esencial que se les vea como poderosos en sus desarrollos económicos, pero también como poderosos porque por sus carreteras, puertos y aeropuertos pasa la productividad de aquellos países que hasta ahora han jugado su destino
hacia el Atlántico.
Y también está la perspectiva en sentido inverso: proponerse una estrategia por la cual estos países de la Alianza sean también puentes para el pujante Sudeste Asiático que, al igual que Australia y Nueva Zelandia, miran nuestras costas como aquella proximidad por la cual pueden transitar su comercio, sus inversiones y reforzar su presencia en el continente, especialmente en América del Sur.
Por lo tanto, la pregunta que cabe hacerse no es si Venezuela, Brasil o Argentina salen al Pacífico si usan la plataforma de esta nueva estructura regional, sino cómo los países que miran al Océano Pacífico potencian su dinamismo industrial, económico, comercial y financiero al ser el gran puente con aquellos países cuya geografía mira al Océano Atlántico.
Se requiere una política amplia para entender que a veces importan más las visiones comunes que las definiciones geográficas , tal como ocurre con la Alianza Transatlántica que emerge, Plan Marshall incluido, después de la Segunda Guerra Mundial. Por eso es que vemos a Polonia, Italia o, incluso, Turquía como parte de ese acuerdo.
No se trata de recorrer el mismo camino, en tanto esa gran Alianza Europa-Estados Unidos incluye materias de defensa. Esa gran Alianza debía comprender a toda la Europa y no sólo a los países europeos ribereños del Océano Atlántico. Ese mismo criterio se debe tener entre nosotros y forjar una gran Alianza Transpacífica donde nuestra América Latina participe con todos sus integrantes.
La globalización ha cambiado los mapas del mundo. Es otra geografía. Los países ribereños debemos ser capaces de entender cómo el Océano Pacífico convierte su inmensidad en centro que irradia hacia los entornos.
Y los no ribereños comprender que hay allí una oportunidad de cooperación estratégica que potencia a todos.
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Columna publicada en Diario Clarín de Argentina
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