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El Oso

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Para el Oso, mi amigo de toda la vida.
Para la croata, con este amor que quema.

Llegué aquel medio día de la escuela, feliz como todos los días a encontrarme con el Oso que me esperaba al final del patio de la vecindad donde alquilábamos un cuarto en la zona 8 capitalina. Era un perro pastor alemán que nos habían regalado cuando era bebé, recién nacido y que dormía con mi hermana-mamá y conmigo en nuestra cama de metal. Le dábamos leche en pacha, y lo bañábamos a palanganazos de agua y nos hacía enloquecer de felicidad. Lo nombramos Oso por el color negro y el pelaje espeso. Era mi mejor amigo. Con él conversaba, saltaba, corría, lo abrazaba y tenía un lazo emocional que nunca he logrado con seres humanos.


Y entonces vino de nuevo el Oso a mi memoria, con escenas revueltas de mi mamá pegándome, del rechazo por no haber nacido varón, por mi color de piel, por mi rebeldía, de los celos enfermizos que me daban cuando mi papá abrazaba a mi hermano y le decía que estaba orgulloso de tener un hijo varón.

Creció tanto que a mis ocho años de edad me sobrepasaba en altura, siempre esperaba por mí desesperado, y yo corría desde la escuela José María Fuentes, donde estudiaba para llegar lo antes posible a la vecindad y abrazarlo y jugar con él. Hasta esa edad fui una niña inmensamente feliz, rebosante en energía y vida. Aquella tarde de los días de octubre en las vísperas de mudarnos para nuestro nuevo hogar en Ciudad Peronia, llegué como siempre corriendo de la escuela con todo el deseo de abrazar al Oso, pero no ladró cuando abrí el portón de barrotes de la vecindad, tampoco cuando corrí por el patio. Me asomé a la esquina donde siempre se mantenía en el corredor frente al cuarto y no lo encontré, angustiada comencé a buscarlo por toda la vecindad y no lo encontré. Ni los niños ni los vecinos me decían nada, mi mamá me observaba desde la pila tampoco me decía nada.

¿Se lo robaron? ¡Mama se robaron al Oso! Le grité angustiada desde la puerta de la vecindad. ¡Oso! ¡Oso! Comencé a gritar, buscándolo. ¡Oso soy yo, vení! El Oso jamás apareció. Entró la noche y yo lo buscaba por la colonia, por la vecindad y no apareció. Un dolor amargo me invadió y un llanto desesperado me hizo patalear, revolcarme en el suelo, gritar con todas las fuerzas de mi ser y añorarlo. Mi mama agarró en cincho y comenzó a pegarme sin parar, para que yo me callara. “¿Cómo es posible que te pongás como loca por un perro?” “¡Patoja bruta!” Y el cincho rebotaba en mis brazos, en mi espalda, en mis piernas. No dejó de pegarme hasta que se cansó. Y yo no dejé de llorar, me devané de dolor en el piso y pasé llorando toda la noche y los meses siguientes. Me dijo esa noche que había vendido al Oso. Pasarían muchos años para que me contara que en realidad se lo habían llevado los de la perrera para ponerlo a dormir porque tenía rabia.

El 14 de noviembre de 1988 nos mudamos a Ciudad Peronia, y por las tardes cuando el horizonte comenzaba a llenarse de colores zapote yo entraba en un llanto silencioso que me salía en sollozos, era un llanto que no podía contener, mi único amigo no estaba, el único ser con el que conversaba no estaba conmigo, el único ser que me llenaba de alegría se había ido. Estaba sola. Sola con una familia que era la propia pero a la vez extraña para mí. Una familia con la que jamás he podido expresar, ni ser.

Todas las tardes durante los seis meses siguientes mi mamá agarraba el cincho y me daba revés y derecho para que me “avivara” y dejara de estar llorando por un perro. Un vacío insoldable me invadió. Llegaron otros perritos a la casa durante los años siguientes pero los veía de lejos, no jugaba con ellos, en cambio para mis hermanos eran la felicidad. Yo cerré mi corazón, no quería volver a sentir lo mismo por un perro y que mi mamá lo vendiera nuevamente y me dejara vacía y sola. Llegaron las cabritas, los marranos, las gallinas, los conejos, los patos y los haría mi familia del corazón. Mis amigos del alma. Mis confidentes. Con ellos conversaba, a ellos abrazaba.

Los sacaba a pastorear a la arada y mantenía largas conversaciones, les tenía nombre propio a cada uno. Pero a los perritos los veía de lejos, no los podía tocar. Para ese tiempo nació mi hermano y dejé de existir, había nacido el varón tan deseado por mis papás y quedé en el olvido. Me ensimismé y me refugié en los animalitos. Pero algo en lo más íntimo de mi ser no estaba satisfecho, se sentía a medias, se sentía herido. Y así crecí, y llegó la adolescencia y la juventud y emigré y me llegó la edad adulta y yo alejada de los perros.

Hace dos años conocí a una mujer espectacular una croata que es músico, además canta, pinta, y en su tiempo libre ayuda en proyectos de protección a animales. La veía caminando todas las tardes con su perro en la reserva forestal a donde voy con mi bicicleta a perderme del mundo. Ese perro, ese perro suyo…, me fue ganando el corazón aunque no me atrevía a tocarlo. La croata me invitó a acompañarla a una de las actividades donde familias van a adoptar perros. La ternura me invadió por completo. La felicidad de los animalitos cuando los acariciaban, los abrazaban, esos lazos que comprendemos solo quienes hemos crecido rodeados de animalitos.

Y entonces vino de nuevo el Oso a mi memoria, con escenas revueltas de mi mamá pegándome, del rechazo por no haber nacido varón, por mi color de piel, por mi rebeldía, de los celos enfermizos que me daban cuando mi papá abrazaba a mi hermano y le decía que estaba orgulloso de tener un hijo varón. Y yo olvidada, no existía por ser niña. Y el inicio del aislamiento y de mi silencio. Y venían a mi mente las cabritas y los otros perritos y el Oso y mi mamá pegándome. Y mi soledad, mi profunda soledad. Y el trabajo, el cansancio, el frío, madurar de golpe y abandonar la infancia. Y las imágenes revueltas en mi cabeza y mi caos de toda la vida. Y el Oso corriendo hacia mí y yo abrazándolo de nuevo después de 28 años de ausencia. El Oso representa en mi vida la infancia soñada y la inocencia que acabó de golpe cuando emigramos a Ciudad Peronia y conocí la crudeza de la pobreza extrema, de los desvelos, del rechazo y del trabajar como adulta y sin descanso.

Al finalizar la actividad la croata me invitó a cenar a su condominio, y el perrito se acercó y lamió mi mano, con eso tuve. No pude oponer resistencia, se enrolló en mi regazo y se quedó ahí quieto y yo no pude hacer nada más que llorar. Y le devolví la caricia con todo el amor que durante tantos años no pude expresar. Y me llenó de una serenidad que jamás había vivido. Y así sereno y espléndido también nació mi amor por la croata, con la que fuimos pareja durante un tiempo, hasta que ella quiso formalizar la relación y mencionó lo impronunciable en mi vida: hijos. Y salí corriendo como acostumbro. Y la alejé de mi vida, me alejé de su amor, de su tranquilidad, de su esencia humana, de sus ojos claros, de sus caricias delicadas y de su compañía que me llenaba de sosiego.

Desde aquella tarde en la que se me acercó el perrito y me devolvió a la vida, visito con regularidad la playa para perros en el lago Michigan, y soy feliz, inmensamente feliz cuando los veo correr, saltar y devanarse entre la arena y el agua. Por un corto tiempo escapo de mi caos, de mi soledad insondable, de mis infiernos, para reencontrarme con mi Oso y con mi infancia plena en cada perro que veo rebosante de felicidad.

 

 

Blog de la autora: Crónicas de una Inquilina

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