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China se apresta para el cambio de mando

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Introducir los ajustes necesarios, dando espacios a una sociedad civil cada vez más empoderada debido a la expansión de las redes sociales, será, a no dudarlo, el mayor de los desafíos por delante.

Sin grandes electores ni árbitros de peso que puedan decidir la disputa, el Partido Comunista chino se apronta a encarar la segunda transmisión del mando que desde los inicios de la Revolución (1949), promete llevarse a cabo dentro de un marco de relativa paz y tranquilidad. Eso al menos es lo que asegura Richard McGregor, periodista australiano que es el autor de «El Partido: El mundo secreto de los gobernantes comunistas de China» (2010), y quien pasa por ser uno de los mejores conocedores de los entretelones del poder en Beijing.

La hoja de ruta está marcada y no ofrece mayores sorpresas. En estos días, los nueve miembros del Comité Permanente del PCCh, que constituye algo así como el secretariado ejecutivo del mismo, y que es el que reúne a los tomadores de decisiones más importantes del Politburó -que está formado, a su vez, por 25 integrantes-, se han dado cita en un discreto resort ubicado a 280 km al este de la capital. Su propósito es afinar los detalles para el XVIII Congreso partidario que se realizará en octubre o noviembre próximo, y en el cual se ha de efectuar el relevo de la máxima dirigencia del país.

El desenlace del proceso ya está previsto y todos los analistas coinciden en que, de no mediar sorpresas de última hora, el actual vicepresidente chino, Xi Jinping, reemplazará en la secretaría general del PCCh a Hu Jintao, y se convertirá de este modo en el nuevo hombre fuerte del Partido, en tanto que siete miembros del Comité Permanente también darían un paso al costado, cumpliendo la regla tácita, pero inflexible, de dejar los altos cargos una vez que se superan los 70 años de edad.

El ritual ya fijado

El guión de la liturgia preestablecida exige luego que, en marzo de 2013, la Asamblea Nacional Popular -es decir, el Parlamento- elija a Xi Jinping como Presidente de la República Popular China, mientras que Li Keqiang, viceprimer ministro en funciones en este instante, sucederá en su puesto a Wen Jiabao, quien es hoy el Primer Ministro.

Dentro de esta ordenada transición, tal vez la única salida de libreto la ha constituido el escándalo provocado por la caída de Bo Xilai, uno de los príncipes de la Revolución (su padre, Bo Yibo, es considerado uno de los ocho «inmortales» de Mao Zedong, por haberlo acompañado en todos sus campañas), cayó en desgracia en marzo pasado y fue expulsado de todos sus cargos, bajo sospecha de estar implicado en «graves violaciones a la disciplina militante», al mismo tiempo que su esposa, Gu Kailai, era acusada del asesinato de un hombre de negocios británico.

Según sus partidarios, Bo Xilai, ex ministro de Comercio y que era el jefe regional de la provincia de Chongqing, un populoso distrito de más de 30 millones de habitantes, fue víctima de una purga, puesto que con su estilo populista, afianzado en una abierta lucha contra la corrupción y la reivindicación de los valores «neomaoístas» de igualdad y redistribución del poder, amenazaba a los mandarines de Beijing, que lo veían como un potencial peligro.

Como sea, apartado Bo Xilai de la escena y con su mujer confesa del crimen por el cual se la procesó, a través de un «juicio relámpago», los orfebres de la transición pueden dedicarse con más calma a ultimar los detalles de lo que será la llegada de la «quinta generación» al poder. La primera fue, como se sabe, la liderada por el propio Mao, después de vencer en una sangrienta guerra civil a Chiang Kai Shek y al Kuomitang, al cabo de la II Guerra Mundial.

La segunda es la del inoxidable Deng Xiaoping, quien, luego de ser purgado en la Revolución Cultural de los años 60, logra ser rehabilitado y encabeza, con paciencia no exenta de firmeza y navegando en medio de serias turbulencias, las reformas hacia una economía mixta o «socialista de mercado», como la llaman los chinos. La tercera es la de Jiang Zemin, quien gobierna durante el período 1993-2003. Y la cuarta es la de Hu Jintao, quien concentra las decisiones en sus manos entre 2003 y comienzos del año entrante.

Figuras en alza

Pero en la reunión de Beidaihe, haciendo honor a la visión estratégica de los chinos, no sólo se ajustará el dibujo de la transición que tendrá lugar el próximo año, sino que también saldrán a la palestra nuevos liderazgos que se perfilan con un horizonte más amplio: el de la sucesión de 2023. En ese sentido, es imposible obviar a «estrellas en ascenso», como el actual encargado de organización del PCCH, Li Yuanchao, quien es el que mejor conoce los resortes de la máquina partidaria, o nombres como los de Liu Yandong y Ling Jihuya, el cual es considerado como muy próximo al saliente Hu Jintao.

Otra de las reglas no escritas de la política china y que en los últimos años se ha respetado al pie de la letra es que los secretarios del Partido de las cuatro municipalidades más importantes del país (Beijing, Shanghai, Chongqing y Tianjin) siempre tienen presencia en el Politburó o núcleo ejecutivo. Y a ellos se suele añadir el líder de la provincia de Guangdong, que tiene más de 100 millones de habitantes.

En base a ello es que, sin duda, se le puede vaticinar un futuro promisorio al recientemente nombrado líder de Beijing, Guo Jinlong, quien todavía no ha entrado al Politburó, pero es muy probable que lo haga en el otoño boreal próximo. Y junto a él, a otra brillante pléyade de líderes regionales que van a constituir el semillero de la sexta generación de dirigentes chinos, los cuales deberán liderar el país a partir de 2022, si es que el PCCH consigue mantener su hegemonía. De entre ellos destacan -según un análisis de Daniel Méndez, publicado en zaichina.net- Hu Chunhua y Sun Zhengcai, que con 49 años, o a punto de cumplirlos, son los portaestandartes de estos «jóvenes turcos».

La agenda futura

A ellos les tocará lidiar con algunos de los principales desafíos que aparecen enfrente del país que es hoy la segunda economía del mundo, pero que, si las cosas siguen en el rumbo en el que están ahora, debería convertirse en la primera potencia mundial -por lo menos, a nivel económico- en 2017 o 2018; es decir, en los próximos cinco o seis años.

Esos desafíos son conocidos por todos y se resumen, en lo esencial, en la redefinición del rol del Estado en la economía; en cómo cerrar la brecha, cada vez más amplia, entre ricos y pobres, producto de las reformas de mercado; de qué manera acortar las distancias entre las ciudades y el campo; y en cómo instalar un sistema legal que logre frenar la corrupción y los abusos de poder que se potencian en una sociedad con fuertes resabios autoritarios.

Introducir los ajustes necesarios, dando espacios a una sociedad civil cada vez más empoderada debido a la expansión de las redes sociales, será, a no dudarlo, el mayor de los desafíos por delante. De la sagacidad de la dirigencia china, dependerá salvar o no estos obstáculos. Por lo pronto, lo que sí está claro es que el camino al poder está pavimentado por lo que los romanos llamaban el «cursus honorum».

Vale decir, una escuela de capacitación permanente, donde el futuro líder va ocupando diversos cargos hasta que logra dar en el blanco del premio mayor. Así fue como lo hizo, por ejemplo, Hu Jintao, quien fue secretario del Partido en la conflictiva región autónoma del Tíbet, entre 1998 y 1992, antes de poder aspirar a responsabilidades más abarcadoras. Aunque también han existido notables excepciones, como las de Deng Xiaoping, quien sin ocupar otro cargo formal que el de jefe de la Comisión Militar (1981-1989), dominó casi sin contrapesos dos décadas de la política china, desde su rehabilitación total en 1977 hasta su muerte en 1997.

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