Los aplausos que venían desde lejos anunciaban su llegada. El calor de la ciudad se empecinó. Corrieron periodistas buscando la primicia, con cámaras incómodas, llenando de cables el suelo pisoteado por la masa que repletamos el lugar. Un improvisado escenario albergó palabras políticas de líderes de movimientos; algunos cantos que decían quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón; y a una familia que jamás imaginó ese momento, pidiendo respeto y no politizar la despedida de su Daniel Zamudio Vera.
En el Cementerio General éramos miles de personas que acompañamos el entierro de Daniel, luego de agonizar casi un mes tras la tortura que sufrió por una pandilla neonazi. Daniel era hombre, joven, pobre y homosexual. Vivía en San Bernardo, en un pasaje donde apenas pasa el carro de bomberos, donde se pierde la ciudad. En ese pasaje le velaron los y las vecinas, amononaron el lugar sacando sillas de sus casas, poniendo flores, preparando jugo para las visitas.
A medida que ingresaba el auto con el ataúd de Daniel, todo se subyugó al ensordecedor “Daniel, amigo, el pueblo está contigo”. Vieja consigna de la nunca acabada injusticia. Las banderas estaban agónicas por la falta de aire, pero coloreaban el cemento del camposanto.
En Chile hay tortura.
Mujeres son torturadas y asesinadas por razones de género. Se llama femicidio. Al menos en un quinto de los femicidios las mujeres fueron masacradas, desfiguradas, con alevosía, con dolo, con odio. Con moral, la que encarrila, la que designa con sangre la verdad y limpieza.
El asesinato de Daniel es el de un homosexual pobre, la de un gay de pasajes. No debe pasar desapercibido: homosexual + pobre. Y los pobres tienen la justicia del pueblo: de la marcha mientras arriba quema el sol, la del Daniel, amigo, el pueblo está contigo, la del show televisivo en los matinales; la de decenas de años siendo marginados, expulsados, explotados. Daniel fue enterrado en un nicho al fondo del Cementerio, cuando ya no hay más donde caminar, donde se capea el sol con malla kiwi, tan alejado de los mausoleos de presidentes, de notables, de burgueses.
Marchamos heteros, lesbianas, homosexuales, dirigentes de derechos humanos, académicos/as, vecinos/as, jóvenes, adultos, locas, queer, putos, putas, heladeros, gente fashion y gente cuma, los in y los out. Fue una marcha silenciosa y acalorada, tan larga como los cientos de danieles zamudios que han existido. Los tacos de las locas se llenaron de polvo, igual que los zapatos Zara del que andaba más enflautado. Personas en bicicleta, abuelos/as del brazo, adolescentes de pelo en la cara, periodistas sin descanso.
En Chile desde todos lados “lamentaron el hecho”, como dice la prensa. En verdad, me alegré de no ver curas, ni monjas, ni gente de la política institucional. Despedí, sin conocerlo, a una persona que, sin buscarlo, remecerá necesariamente nuestros límites como sociedad. Al parecer es consenso que no hay espacio para torturar un cuerpo, sin apellidos (pienso en: gay, comunista, delincuente, pobre). Las actuales generaciones que convivimos en Chile tenemos experiencias diversas sobre la tortura y violencia sobre los cuerpos, y tras décadas de historias, ya parece no es algo normal ni aceptable. Se denuncia, se repulsa. El Estado chileno queda en vergüenza frente al mundo, pero principalmente frente a su pueblo.
Sin embargo, la lucha en Chile es ardua. Luchamos desde quienes acaparan todo, hasta quienes no tenemos más poder que un twitter y la esperanza del Kino una vez a la semana.
No me digan que el aborto o interrupción del embarazo es algo valórico; no lo es más que la reforma tributaria o de educación. Es como decir es humano: todo lo es.
No me digan que legislar sobre la discriminación es un avance: es una vergüenza. Es la premodernidad, es el medioevo con Redcompra.
No me hablen de democracia si el debate es sobre la idea de debatir el aborto o interrupción del embarazo, para que luego el Padre Presidente diga que, sin importar lo que se resuelva, vetará la discusión.
No me digan que hablar de femicidio, de aborto, de embarazos, de posnatal, es un tema de mujeres. Menos que es valórico. Decir lo último es caer en la trampa católica de la Santísima Concepción: todo lo que se sea del ombligo para abajo es valórico.
Lo ocurrido con Daniel Zamudio no debiera entenderse como algo aislado, ni como un acto exclusivo contra los/as homosexuales desde un exaltado grupo radical conservador. Lo sucedido es la tortura y asesinato de un miembro de la sociedad que no cumplió mandatos de género y de clase coherentes. Esto ocurre todos los días. Lo de Daniel es el absurdo de lo cotidiano, la vulgarización de una práctica camuflada en nuestras palabras, bromas, publicidad, incluso en campañas gubernamentales que dicen que maricones son los que golpean a determinados grupos.
Cuando ya nos íbamos del Cementerio, recorriendo los pasos hacia Av. Recoleta, comiendo un helado de $200, una señora de edad algo cansada pero satisfecha, me dijo que el asesinato de Daniel es responsabilidad de todos/as. Lo primero que pensé: fuerte es la asimilación del lenguaje periodístico. Pero luego de unos minutos, comprendí lo básico que la sociología enseña en sus primeras lecciones: el sentido común, esa voz en almacenes y paseos por la calle, dice las verdades silenciosas que cimentan nuestras relaciones, resumidas en palabras que escuchamos en todos lados, en cada muro, en muchas canciones. Y la señora me recordó que la comunidad ha fallado, que la polis no existe, que no sabemos de diversidad, que nos tiene aniquilados/as el sentido de la propiedad.
No hay palabra más silenciosa que la del sentido común, y no hay otro lugar en donde escuchar más fuerte el estruendo de la vida social.
El asesinato de Daniel marcó un precedente en la lucha por los derechos básicos en democracia que afectan las relaciones interpersonales (matrimonio homosexual, interrupción del embarazo, no discriminación) y que han sido bandera de muchas batallas en Chile, de diversos grupos.
Vendrán los discursos, mejor que vengan libertades. Vendrán los gestos, mejor que vengan las acciones. Vendrán las promesas, mejor que vengan resoluciones. Vendrán más torturas y discriminaciones, y ahí mejor que sea el sentido común quien aplaste esa violencia; entonces, la ley o reforma que sea, será solo un dato de la causa. Nuestra mejor arma es que sea anormal lo sucedido con Daniel, siendo él un símbolo de discriminados/as, abusados/as y explotados/as. Nunca un mártir.
Juan Manuel Cabrera U.
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1 Comentario
Edelmira Carrillo Paz
Cuando lei este sobre la historia de Daniel, el impacto que nos causó esta alevosa violencia de un sistema que avala y promueve la agresión permanente hacia los otros, pensé todo el tiempo en la dictadura militar. Es que la impronta de ese periódo histórico no la podremos borrar jamás si de aquello no hablamos, nos avegonzamos y escondimos como un pecado. Los chilenos y chilenas no hemos conversado sobre esa violencia, no la hemos rechazado como sociedad, no se castigó a los responsables, en cambio se silenció a las víctimas. Y no digo que Chile no haya sido un país violento siempre, especialmente con las mujeres y los niños/as, tal como ahora, sino que digo que tales niveles generalizados de violencia se quedan para siempre en el imaginario nacional como una factor normal de convivencia. Lloramos cuando esa violencia regresa y recae en personas inocentes como Daniel o mujeres víctimas de femicido o en los niños abusados por curas o «tios» de cualquier laya de instituciones privadas y públicas. Somos todos y todas las que debemos evitar el abuso y estos crímenes de lesa humanidad para colocar la impronta humanista y la cara amable a una sociedad que fenece de rabia, frustración, soledad e intolerancia.