No hablamos de una violencia implícita; se trata de un femicidio, es decir, el asesinato de una mujer, que tiene las características de un crimen de odio, porque se basa en el convencimiento de la inferioridad de la víctima, en el absoluto desprecio hacia ella y en la negación de su condición humana. Y los tribunales no hacen nada.
En este país no existe la justicia. Eso gritaba una mujer llena de rabia e impotencia al ver a su familiar esposado de pies y manos en el Juzgado de Policía Local en Valparaíso. ¿Su delito? Ser un vendedor de sopaipillas que no podía pagar la multa que le habían cursado. Tiene razón esa mujer. En Chile sólo van a la cárcel lxs pobres, lxs migrantes, lxs indígenas. El sistema de justicia reproduce la discriminación y exclusión que es la norma tácita con que funciona nuestra sociedad. Hace pocos días el Tribunal Penal de Temuco dio otra prueba de esto. Aldo Cortesi, de 21años, “solicitó los servicios” de una mujer que se dedicaba a la prostitución. Cuando ella llegó a su casa mantuvo relaciones sexuales con ella. Posteriormente la golpeó brutalmente y estranguló. El femicida fue condenado a 5 años de presidio menor en su grado máximo y se le concedió el beneficio de libertad vigilada, es decir, no pasará un solo día en la cárcel. Vergonzoso e indignante. Un crimen con marcadas connotaciones de violencia de género en la más absoluta impunidad.
Para muchas feministas, la prostitución en sí misma es una expresión de la violencia contra las mujeres. No es un trabajo más producto de la libre elección. La mayoría de quienes se prostituyen son mujeres, y entre ellas la vulnerabilidad económica y social es la regla. En estos tiempos de globalización que corren muchas son migrantes que se van de sus países en busca de mejores ingresos y que son un importante aporte económico para las familias que dejan atrás. La prostitución tiene poco de “elección” en una sociedad que determina un acceso desigual a los recursos económicos como se demuestra en el fenómeno de la “feminización de la pobreza”, es decir, en que más del 70% de las personas que viven bajo la línea de la pobreza en el mundo son mujeres.
No es casualidad que las mujeres tengan menos acceso a recursos, tampoco es casualidad que la opción más rentable para las mujeres sea explotar su cuerpo y cambiar sexo por dinero. No es casualidad que el cuerpo de las mujeres sea una mercancía que se transa en la publicidad como imagen, o en las calles y prostíbulos como un pedazo de carne. No es casualidad que el cuerpo de las mujeres sea un objeto comprable,usable, violable y descartable.
Forma parte de un continuo de violencia simbólica, que es sutil y opera a nivel inconsciente, que sustenta la violencia física y sexual que es más evidente. Pero en este caso no hablamos de una violencia implícita; se trata de un femicidio, es decir, el asesinato de una mujer, que tiene las características de un crimen de odio, porque se basa en el convencimiento de la inferioridad de la víctima, en el absoluto desprecio hacia ella y en la negación de su condición humana. Y los tribunales no hacen nada. Los femicidios quedan impunes, ya sean perpetrados por una pareja o un extraño, porque no se reconoce el carácter sistemático y generalizado de la violencia ni su raigambre cultural que los invisibiliza y justifica.
¿La negligencia de los tribunales tuvo que ver con que la víctima haya sido de nacionalidad colombiana y raza negra? No sería la primera vez que le dan un trato diferenciado a las personas según su origen. Basta recordar el caso de Gabriela Blas, pastora aymara sentenciada a 12 años por perder accidentalmente a su hijo en el altiplano. Nunca hemos visto que se aplique semejante descriterio cuando madres y padres no indígenas pierden a sus hijxs o estxs se ahogan en una piscina. El trato preferente que se le da al asesino, con el otorgamiento de la libertad vigilada, también se debe a su condición privilegiada. Haciendo gala de un garantismo inusitado, el tribunal señala que la sanción alternativa sería más efectiva para la reinserción social del imputado pues es una persona joven que cursa estudios superiores; cuenta con una sólida red de apoyo familiar,quienes le proporcionarán los medios materiales para su adecuada subsistencia y le darán el apoyo emocional necesario para convertirlo en un ciudadano de bien; además, se argumenta que dio muestras en el juicio de un genuino arrepentimiento por el daño cometido. Sin embargo, para quienes no tienen la suerte de tener dos abogadxs, de estudiar y que sus familias lxs mantengan no existe arrepentimiento que valga ni oportunidades de reinserción.
Lamentablemente la justicia no es igual para todxs, falla de manera diferente según sexo, clase social y origen étnico. La desigualdad social y la discriminación que cruza nuestra sociedad queda tristemente reflejada y perpetuada por instituciones que en lugar de resguardar la igualdad entre lxs ciudadanxs aumenta las brechas. Preocupante en tanto el acceso a la justicia es garantía básica para ejercer otros derechos, y es además, la base de confianza de una democracia sólida.
*Columna escrita por Mariela Infante, socióloga de Corporación Humanas. Publicada originalmente en LaMansaGuman
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Foto: Cosmopolita / Licencia CC
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