Nacer mujer sigue siendo un verdadero riesgo. No sólo porque no somos tratadas en condiciones de igualdad en los planos laborales, judiciales, familiares, entre otros, sino porque además es más probable que perdamos la vida en condiciones de absoluta inhumanidad y con mucha frecuencia en manos de un hombre que puede ser un desconocido, un familiar, una pareja o ex pareja. Dora Lilia Gálvez en Colombia la semana pasada, Lucía Pérez en Argentina hace apenas un mes, Marina Menegazzo y María José Coni en Montañita, Ecuador, 15 feminicidios en lo que ha transcurrido del año 2016 en Chile, el escabroso caso de Rosa Elvira Cely en Colombia, tienen en común la sevicia y crueldad con que son perpetrados.
Bajo estas condiciones ser mujer en América latina es un verdadero desafío, las “muchas menos” nos lo recuerdan día a día. A pesar de que el feminicidio es la forma extrema de la violencia patriarcal, lo cierto es que estamos expuestas a un sinnúmero de hechos de violencia y exclusión en distintos ámbitos de nuestra vida. A menudo las mujeres nos transformamos en objetos usables, prescindibles, maltratables y desechables.
La semana pasada esa cruda realidad nos golpeó a la cara nuevamente, Dora Lilia Gálvez de 44 años de edad fue brutalmente golpeada, violada, quemada, empalada entre otras vejaciones en la Ciudad de Buga en el Valle del Cauca, a diferencia de Lucía Pérez en Argentina, Dora aún se encuentra luchando por su vida, como un testimonio de la necesidad de pensar en qué clase de sociedad vivimos y en cual queremos continuar viviendo como mujeres. En lo que ha transcurrido del 2016 se tienen registro de 27.681 casos de abuso contra las mujeres en Colombia, siendo el Valle del Cauca, tierra de Dora Lilia Gálvez, aquella que reporta los valores más altos, según el Instituto de Medicina Legal.
Cuántas más deben ingresar a esta cuenta de violencia y muerte para que empecemos realmente a cuestionarnos cómo reformar esta sociedad enferma del ambiente ideológico y social de la misoginia y el machismo, donde el mismo Estado participa de la persistencia de estos hechos a través de su indiferencia y caso omiso en resolver lo que sería un problema estructural de nuestra sociedad, del cual claramente el Estado forma parte.
Las marchas y la organización social han sido cruciales en estos días para mostrar públicamente el rechazo a tan escabrosos actos de violencia y odio hacia las mujeres y niñas; violencias de antaño que ni siquiera escuchábamos unos años atrás y que parecían casos excepcionales y aislados sin un giro sistemático hacia la selectividad con respecto al género, que se observa sin mucho esfuerzo actualmente. Lo cierto es que la visibilización de estos hechos es el punto de partida para gestar un cambio, para dejar de pensar en un marco cultural que deposita en la mujer la responsabilidad de los abusos y naturaliza la enfermedad de la violencia en los hombres, sin hacer una lectura de las condiciones integrales que dan origen y alientan estas violencias.
Marcela Lagarde en su investigación sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, plantea que “el feminicidio ocurre cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales que permiten atentados violentos contra la integridad, la salud, la libertad y la vida de las mujeres y niñas”. A pesar de estas condiciones históricas, se hace necesario la exigibilidad de los derechos de las mujeres mediante una legislación y un aparato judicial que no sea ciego a estas violencias específicas. Durante el año 2015 en América Latina se toman medidas para endurecer la postura frente a los asesinatos de mujeres por su condición de género, de este modo Brasil y Colombia se unen a los 15 países de la región en promulgar leyes nacionales contra los feminicidios. En América Latina se presentan las tasas más altas de feminicidio en el mundo, siendo El Salvador, Honduras y Guatemala, aquellos con niveles más altos según el Observatorio para la Igualdad de Género en América Latina y el Caribe de la CEPAL. Algunas de las desigualdades que alimentan las diferencias entre hombres y mujeres emergen en el ámbito laboral, de acceso a la tierra, a bienes y servicios, e inclusos a bienes públicos como la salud, entre otros.
Al ritmo que vamos afirman el Gobierno de Chile y ONU Mujeres, hacen falta 81 años para lograr la paridad de género en el ámbito laboral, seguido de 75 años para el logro de la igualdad de salarios entre hombres y mujeres realizando las mismas labores, y más de 30 años para el logro de la igualdad en esta materia en los puestos de decisión.
Para que las leyes no terminen por mostrarnos que, si no se alienta el cambio cultural, el patriarcado retoma las practicas independiente del impulso punitivo a la violencia, la educación y prevención de las formas de violencia es crucial, donde no solo se trata de educar a quienes ejercen la violencia, sino a quienes so peso de ser receptoras de la misma, en el mismo marco cultural la ejercen, desde los modos de crianza de hijos e hijas, las repuestas frente al abuso y maltrato de otras mujeres, entre otras formas. Es decir, una verdadera lucha contra las condiciones de desigualdad estructural entre hombres y mujeres y las relaciones de dominación que se reproducen a través de la violencia y terminan por naturalizarse, que si se mira superficialmente pareciera llevar el título de mujer, pero realmente lleva el título de sociedad, mujeres, hombres y otras identidades de género conviviendo en condiciones que no favorecen la violencia y la exclusión, donde el silencio social deje de ser la norma y se deje de pensar que hay problemas más graves por resolver que las violaciones a los derechos humanos de las mujeres que culminan en feminicidio pero se manifiestan a lo largo de la vida.
Hace más de 10 años Amartya Sen advertía que faltaban más de cien millones de mujeres en Asia, y llamaba la atención sobre uno de los más trascendentales y olvidados problemas que enfrentaba el mundo en su momento: “las mujeres que faltan” a causa de la desigualdad en el cuidado en salud, medicina, nutrición, no están como dice Sen porque están abandonadas con respecto a los hombres. Por un tipo específico de violencia hacia las mujeres, que tiene variaciones regionales, en virtud de la ideología, la religión, las políticas, pero que confluyen en un patrón de dominación que va desde la exclusión hasta la privación de la vida. “Nos están matando”, mientras la sociedad como el Estado permanecen como observadores pasivos.
Milena Vargas
Investigadora de Rimisp
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Servallas
Triste, muy triste, en mi opinión la culpa siempre la tiene la cultura dominante, la cultura es y ha sido el problema, es muy triste por ejemplo el caso de la India, o el de los paises islámicos y por donde uno mire, sin embargo hay muchos, quizás demasiados que defienden la cuestión cultural, su mantención y preservación, a cambio dejan a través del tiempo el sacrificio humano, con cara de mujer.