Cada vez que veo el anuncio público del abuso sexual de una niña por algún pariente de ella, siento un estremecimiento que me transporta a mis años de infancia. Años que están llenos de vivencias familiares muy bonitas, pero ensuciadas por un recuerdo que no hace más que llenarme de amargura cada vez.
Hoy tengo 28 años y jamás he escrito sobre esto. Se lo he contado a siete personas, una de ellas es mi papá. Mi mamá no tiene ni la menor idea, no le he contado porque estoy segura de su reacción y creo que ya ha sufrido bastante como para tirarle esto encima. Sé que la desmoronaría.
Recuerdo que tenía 13 años cuando mi mamá se separó de mi papá y nos fuimos con él, mis dos hermanas y mi hermano, a la casa de mi abuela paterna, donde vivía ella con su hijo menor, hermanastro de mi papá. Ahora, haciendo memoria, recuerdo que no pasó mucho tiempo de empezar a vivir ahí cuando le dije a esta persona que ya no más, que yo era su sobrina. Así le dije: «ya no más, soy tu sobrina». No sé qué edad tendría él en ese entonces, nació el 73, el año del golpe.
Esa vez, yo estaba acostada viendo tele, era de noche y mi abuela aún no se venía a acostar (compartíamos pieza), cuando entró, se agachó y me dio un beso. Recuerdo sentir tanto asco acumulado y pensar que ya no soportaría que lo hiciera de nuevo. Menos si ahora íbamos a vivir bajo el mismo techo, todo sería más seguido, se haría todo más cotidiano. Me miró con una mezcla de sorpresa y de susto, se paró y se fue. Admito que tuve -y tengo ahora mismo- una sensación de liberación por ese hecho. Efectivamente nunca más se acercaría a mí de esa forma. Ahora, a lo mejor, podría pensar que tuve que haberle dicho eso antes, pero también me pregunto cuándo y cómo. Tal vez hubiera acortado el tiempo de los abusos, pero no haber evitado que lo hiciera por primera vez y basta con una vez para romperte.
No tengo idea de cuántos años esta persona abusó sexualmente de mí cada vez que quería y podía. No sé cuándo empezó. Y en este sentido, comparto completamente con Érica cuando dice: “gracias a mi memoria infantil tengo lagunas que me salvan la vida”, porque sinceramente no quiero tener más información de la que tengo. Sé que no lo odiaba, sólo quería que dejara de usarme de esa forma, porque así me sentía, transformada en un objeto.
Ya llevaba un par de años en la universidad, cuando le encaré esta confesión a mi papá. Estábamos en el hospital, habíamos ido a buscar unos medicamentos o los resultados de unos exámenes, no lo recuerdo bien. En una primera instancia la noticia lo desconcertó, se vino abajo, no tuvo fuerzas para enfurecerse; su expresión seguida fue la de una rabia que canalizaba hacia él mismo. Recuerdo sentir su culpa mientras yo intentaba calmarlo mostrando fortaleza. En ese momento íbamos en el auto y yo me sentía así, como la persona que tenía que tener la situación bajo control.
Lo único que él me preguntaba era por qué no le había contado antes, mientras se enojaba con él mismo, no quería ni podía hablar.
Decidió enfrentar esta situación de cara a este sujeto y lo llamó por teléfono, llamó a otro hermano y los citó en la ahora deshabitada casa de mi abuela. Cuando estuvimos todos estacionados, bajamos de los autos, entramos a la casa y nos sentamos en el living. El ambiente era tenso, pero yo me sentía altiva, se había acabado el secreto, había roto el silencio que me tenía presa. Creo que hasta sonreía. Gesto que molestaba por sobre manera a ambos hermanastros de mi papá y en el que además se escudaron para decir que yo estaba mintiendo. Lo que ellos esperaban era que “confesara” entre lágrimas, pero yo no sentía tristeza. Sabía que estaba contando la verdad y que él sabía eso. Sentía que me bastaba tener esa certeza.
Cuando no hubo más que decir, aunque no se dijo mucho, más que negaciones y el “¿por qué no lo dijo antes?”, con mi papá nos levantamos y no fuimos. Mientras salía de la casa empecé a decaer. De vuelta en el auto me sentía agotada, como si hubiese puesto una muy buena parte de mi energía en mantenerme entera ahí adentro. Lo único que dije es que no quería que mis hermanas y mi hermano supieran, y nos fuimos en silencio a nuestra casa.
Luego mi papá le contó a mi abuela y ella, que desde antes ya estaba enojada conmigo por problemas de convivencia, dijo no creer y se fue en un montón de vueltas sin sentido, tratando de proteger a su hijo menor. Yo me sentía decepcionada. Siempre había sido su consentida, pero ella sostenía que yo mentía, que quería hacer daño. Luego concertaron otra reunión con todos los hermanos y mi abuela y se “consensuó” que yo mentía. Ese fue el juicio que recibí de la que se supone mi red de protección principal y más cercana, se determinó que yo estaba inventando que cuando niña el que se supone era mi tío abusaba sexualmente de mí, que yo siempre había sido una problemática, por tanto no había razón para suponer verdad en mis palabras.
Sólo mi papá estaba de mi lado y a mí eso y la tranquilidad de mi mamá, me bastaban. ¿Cómo iba a importarme la opinión de personas que nunca supieron respetar mis opiniones y decisiones antes de la denuncia y que además se ponían de lado del pedófilo? Esas personas a mí no me interesan, lástima por ellos y por su entorno. Y de corazón espero que jamás tengan que estar en mi posición, ni en la de mis padres.
Finalmente se les dijo a mis hermanas y hermano. Hasta hoy me duele la reacción de desprecio que tuvieron hacia mí quienes se engendraron en la misma barriga que yo. Aunque si algo puedo sacar en limpio de esto, es que ni a ellas ni a él se les hizo lo que a mí. Tampoco saltó ninguna prima. Espero que no estén sumidas en el miedo y la vergüenza, ni que esta forma de actuar de la familia hacia mí y la situación, haya desmotivado cualquier tipo de denuncia que pudiera estar haciéndoles daño. Caso contrario, no puedo más que pensar con alegría que no tuvieran que pasar por aquello.
Escribir desde esta, mi vereda, me provoca poca vergüenza. No obstante, cuando se toca este tópico en alguna conversación en cualquier entorno, nunca lo abordo desde mi experiencia. Me da pudor, me transporta, me descompone. Estas sensaciones se agudizan cuando leo las historias de mujeres develando que las condiciones de cada caso son muy similares al mío, es como si estuviera leyendo algo que yo misma escribí. Son relatos que dan cuenta que este no es un problema personal, sino estructural. Las cifras que publican diversos estudios en distintos países apuntan en la misma dirección: la pedofilia tiene cara de niña y se da con mayor frecuencia en el círculo familiar.
Lamentablemente yo no tuve mucho apoyo de la familia, no sé qué hubiera pasado si esto lo hubiese denunciado en tribunales cuando comenzó a pasar, tal vez hubiera sido lo mismo, pues no tenía más pruebas que mi testimonio, el que como sucede en estos casos, después de haberme hecho repetir una y otra vez a cuanto desconocido se me pasara por delante, violentando mi intimidad ya cruelmente vulnerada, corría serio riesgo de ser violentamente cuestionado por la misma institución impartidora de justicia. Ellos hubieran logrado hacerme sentir culpable cuando no lo era ni sentía serlo.
Con una mirada actual, hoy reflexiono que mi desconfianza al sistema se debe a que en aquel tiempo esta no era una problemática que se abordara con la sensibilidad que hoy es exigida desde distintos frentes con perspectiva de derechos humanos y de género. Hace 15 años atrás no había canales, ni información, ni voluntades para hablar de sexualidad con la población infantil, ni tantas mujeres adultas revelando las vejaciones sufridas en la niñez como una problemática de carácter social, ni una madurez pública que dotara de confianza a las víctimas para denunciar más que a callar.
No obstante esto, muchos de aquellos atentados siguen siendo acallados por la sensación de revictimización, mientras otros son sacados a la luz cuando las vejaciones a las menores tienen como resultado un embarazo. ¿Cuántas pudimos ser ellas? ¿Cuántas más tendrán que ser nosotras?
——-
Foto: mujerypunto.cl
Los contenidos publicados en elquintopoder.cl son de exclusiva responsabilidad de sus respectivos autores.
Te invitamos a conocer nuestras Reglas de Comunidad
daniela donoso
Gracias por compartir tu experiencia, valiente!. Afortunadamente yo no viví algo así, aunque si recuerdo un gesto puntual de un señor amigo de la familia que me hizo sentir incómoda y transgredida; meses más tarde mi madre nos pregunta a mi hermana y a mi, si este señor nos había hecho algo (lo vi creo que dos veces) porque su nieto había develado agresiones sexuales. Me sentí bien de que mi madre estuviese atenta, y bien también de que la familia de ese niño lo apoyo completamente y creyó en él. Ahora ya de adulta, trabajo como psicóloga justamente haciendo pericias para fiscalías y tribunales en casos de abuso y malos tratos. Al ver el daño emocional en los niños y jóvenes, queda evidenciado que no sólo daña el acto concreto del abuso, sino como la familia, ese círculo que se supone protector, no protege sino que al contrario expulsa, que no ve que algo le sucede a ese niño y que cuando lo evidencia y grita, lo calla.
Por eso valoro que compartas lo que viviste, porque creo que permite a quienes se mantienen alejados de estos temas, acercarse, sensibilizarse, prevenir e informarse, porque abruma la ignorancia en este tema; y esa ignorancia es extremadamente peligrosa.