La palabra androcentrismo, que está definida en el Diccionario de la Real Academia Española de 2014 (DRAE) como la «visión del mundo y de las relaciones sociales centrada en el punto de vista masculino», carece de antónimo en este diccionario, pero existe y es, ginocentrismo; el genérico “hombre” se usa y abusa demasiadas veces al limitarlo sólo a la esfera masculina. Son datos que indican el tratamiento entre lo femenino y lo masculino en el idioma español, reproduciendo y perpetuando el androcentrismo en el lenguaje que, como ya sabemos, tiene una importancia crucial en la construcción de nuestro sistema mental simbólico.
El androcentrismo (también patriarcalismo) ha sido verificado prácticamente en todas las sociedades, tanto originarias como contemporáneas, y en todas las épocas, con algunas importantísimas excepciones. Esta realidad casi universal se plasma en una situación social de supremacía del ser humano hombre: la androcracia (gobierno donde mandan los hombres).
Las excepciones -sociedades que no son androcéntricas y androcráticas- como las matriarcales con un sistema ginecocrático en algunos pueblos originarios de África, tienen una trascendencia total, ya que la sola existencia de ellas echa abajo el determinismo reduccionista de la tesis biologista, basada principalmente en datos paleontológicos y etológicos -mal extrapolados a la conducta humana-, que postula que las causas de la discriminación de la mujer se debe a la existencia de un componente genético en el ser humano hombre. Esta explicación hace irreversible la posición social discriminatoria de la mujer por pertenecer a la condición humana.
El refutamientos más evidente al postulado biologista, es que la gran mayoría de los hombres no son agresores o violentos contra la mujer (y contra su propio sexo): si la razón de la discriminación contra la mujer fuese biológica, todos los hombres serían agresores y opresores contra la mujer, y no habría excepciones.
Lo verificado por la antropología social y de la mujer, es que el volumen de discriminación sexual varía según la sociedad y la época: la discriminación que sufre la mujer chilena hoy no es la misma que padecen las mujeres en Uganda o EE.UU., ni la que padecieron en el sistema esclavista grecorromano o en el medieval.
En rigor, la discriminación contra la mujer es histórica: cambia según el tiempo y el lugar, y, por ello, es reversible. Esto quiere decir que el factor sociocultural es tan o más relevante que el genético, sin negar que la contribución de este último está presente en todas las conductas humanas, pero en ninguna la define plenamente. Los genes nunca operan en el vacío, siempre hay un ambiente sociocultural que determina poderosamente el comportamiento. El postulado genético por sí solo no explica por qué existe la discriminación del hombre contra la mujer.
Así pues, si elegimos dos países del ámbito sociocultural contemporáneo, como Chile y Suecia, ya podemos verificar esta tesis.
En los ítems de empleo y participación política -se considera el número de escaños en el Parlamento- en Chile los indicadores son de un 40 y un 14 por ciento (2014); en Suecia son de un 49 y un 48 por ciento, respectivamente (2014). En la asimetría de los sueldos, la desigualdad se mantiene en los dos países, pero el nivel de discriminación varía: por un mismo trabajo con relación a un hombre, en Chile la mujer recibe un 37 por ciento menos, mientras que en Suecia es de un 18 por ciento. Otro dato: el aborto en Suecia es legal en todas sus formas, mientras en Chile es ilegal, incluyendo el terapéutico.
¿Cómo se llamaría en Chile una sociedad donde los hombres, que son el 49,5 por ciento de la población, tuvieran una representación en el Parlamento de sólo el 14 por ciento, como lo tienen las mujeres que son el 50,5 por ciento de la población?
En los dos países existe la discriminación en todas las variables analizadas, pero hay grandes diferencias en su intensidad. Y una paradoja: mientras Chile tiene una Presidenta y Suecia nunca ha tenido una Primera Ministra, el volumen de discriminación contra la mujer es brutalmente superior en Chile que en Suecia.
En efecto, el grado de discriminación sexual que padecen las mujeres, basándonos en este somero y pequeñísimo cuadro comparativo, es que en Suecia el androcentrismo y la androcracia, en las variables analizadas, es mucho menor que en Chile, lo que echa abajo la tesis biologista ya que entonces la discriminación del hombre contra la mujer sería en todas partes igual, por ser innata y por ello pertenecer a la condición humana.
Y una pregunta final: ¿Cómo se llamaría en Chile una sociedad donde los hombres, que son el 49,5 por ciento de la población, tuvieran una representación en el Parlamento de sólo el 14 por ciento, como lo tienen las mujeres que son el 50,5 por ciento de la población? ¿Ginocentrismo, ginecocracia, matriarcado?
Nuestro idioma, el español, no recoge algunos términos, como ginecocracia o ginocentrismo, aunque sean usuales, por ser un idioma abrumadoramente androcéntrico, y es otra muestra más de la asimetría estructural entre lo femenino y lo masculino. Pero una sociedad, tanto androcéntrica como ginocéntrica, es antidemocrática e injusta. La lucha por la liberación de la mujer, la mayor revolución del siglo XX, postula y defiende unas condiciones socioeconómicas y culturales igualitarias, donde el sexo-género no sea el factor determinante.
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