Nunca nos ganamos el título de la élite del país, el sistema nos puso cuidadosamente en cada uno de nuestros asientos sin que nos diéramos cuenta. Oiga, es cierto que destacamos en nuestro medio local para entrar a la universidad, pero a estas alturas está más que demostrado que la persona nacida en un estrato socioeconómico superior o educada en un colegio de excelencia tiene mayores probabilidades de ganar.
Era el primer día de clases en un salón enorme que intimidaba de la cantidad de gente que albergaba, se encontraban ahí mis futuros compañeros de carrera, esos que lo dieron todo por entrar y seguirían dándolo para sacarla adelante, emocionados de haber cumplido el sueño de entrar a la educación superior. Y estábamos ahí, esperando con ansias las inspiradoras palabras de los profesores que con su experiencia iluminarían el inicio de nuestros caminos como adultos. Fue hace 5 años, claramente no recuerdo el discurso completo, pero sí me quedaron grabadas las siguientes expresiones: “Ustedes, el futuro del país”, “ustedes, que con tanto esfuerzo”, “ustedes, que pertenecen a la élite”.
Palabras que nos inflaron el pecho y nos llenaron de orgullo porque desde ese preciso instante pasábamos de ser simples alumnos de colegio a grandes personas que cambiarían el rumbo de la historia.
Nos creímos el cuento, quién no, si era todo gratis. De un momento a otro nos convertimos en gente importante, recibíamos halagos en reuniones sociales con sólo mostrar la credencial universitaria, podíamos presumir frente a nuestras amistades y más de alguno mejoró las relaciones con sus suegros. Si hasta el Transantiago era más barato.
Además los beneficios a futuro eran bastante prometedores ya que nos sería más fácil encontrar trabajo y ganaríamos más que muchos estudiantes al primer empleo, que decir a los diez años. Estábamos mágicamente en el olimpo de la sociedad gracias a una mezcla de inflación externa, mérito propio y eventuales títulos futuros actualizados a valor presente.
Y como siempre, mucho aire y poco contenido. Esta maravillosa historia de meritocracia personal que nos llenaba de orgullo y prosperidad se aplicaba con suerte a unos pocos compañeros, el resto estábamos ahí gracias a nuestra historia, a la estadística. Desde que nacimos todos conocían a los ganadores de una competencia en la cual, con pocas sorpresas, estaban ya definidos por nivel socioeconómico (y algunos otros ingredientes) aquellos que entrarían a cada carrera universitaria.
Nunca nos ganamos el título de la élite del país, el sistema nos puso cuidadosamente en cada uno de nuestros asientos sin que nos diéramos cuenta. Oiga, es cierto que destacamos en nuestro medio local para entrar a la universidad, pero a estas alturas está más que demostrado que la persona nacida en un estrato socioeconómico superior o educada en un colegio de excelencia tiene mayores probabilidades de ganar.
Yo NO quiero ser el futuro del país me dan ganas de decir. De ese país que usa la meritocracia como moneda de cambio en nuestra valoración laboral siendo que ni siquiera esta emparejada la cancha, de ese país que perpetúa las desigualdades y se enorgullece después llamándonos élite, de ese país que sigue aumentando la segregación al enaltecer banalmente a sus alumnos de mejor rendimiento dejándolos ciegos frente a diferentes realidades en vez de decirles “Viejo, aprovechaste bien tus oportunidades, pero ahora despierta y baja de las nubes porque todavía queda mucho camino por recorrer”
Espero haberle hecho perder el tiempo con esta columna, que esta historia sólo sea imaginación, que nada le haya hecho sentido, que sean éstos cuentos míos. Espero que las demás carreras y universidades traten como se debería a sus pingüinos, sin zanahorias ni garrotes, solamente poniéndoles los pies en la tierra y metiéndolos en perspectiva. Así quizás, algún día, muchos de ellos se preocuparán y trabajarán para mejorar la situación critica que estamos viviendo como sociedad en vez de seguir aumentándoles las utilidades a los cuatro viejos pelados que controlan este país.
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