Escapar a los marcos de la élite es difícil. Ustedes ya saben la pregunta: ¿y cómo miden la calidad entonces? Pero acá va una invitación: despreciemos su concepto hoy precioso de calidad, con el que nos oprimen en las escuelas con su estandarización. El mismo con el que le quitan la vida a la infancia y la transforman en escolarización forzada. Por esta vez digamos ¡Basta! NO MÁS SIMCE.
La calidad. ¿Hay algo más ambiguo que hablar de la calidad? Un reciente reportaje contaba sobre un estudio que se encontró con que los niños de 10 y 11 años hoy consideraban que su tiempo libre es el que tienen en el trayecto de la escuela a su casa. El estudio dice que los niños de hoy tienen dos horas menos de tiempo libre. Entre las razones de esto, se encuentran las largas jornadas escolares y el trabajo académico que les envían para la casa. ¿Es eso calidad? Los niños responden como la sociedad les dice: compitan, sacrifiquen su felicidad (la de jugar y tener tiempo libre).
La Agencia de Calidad, esa misma que inventaron después de las movilizaciones pingüinas y del acuerdo a manos alzadas protagonizado por Bachelet con la élite política, ha provocado un agitado debate en los últimos días. ¿La razón? Su propuesta metodológica para clasificar a las escuelas del país. Es una propuesta cuyo objetivo declarado es “responsabilizar a los establecimientos educacionales de la calidad de la educación impartida a sus estudiantes.” Así es, la ambigua calidad de la educación. Hablar de calidad de la educación es muy cómodo para la élite, sea la derechista conservadora o liberal. Por eso se lanzaron, y se lanzan, a decir que lo importante de la educación no es la segregación, o la desigualdad. No, para la élite lo importante es la “calidad”.
Y cuando de calidad educativa y de estado subsidiario se trata, no hay nada mejor que la naturalización del SIMCE. La naturalización de la estandarización bajo la excusa de que se necesitan “saberes básicos”. ¿Para qué? Para la “competitividad”, el “crecimiento económico” y todas esas consignas con que nos explotan, pagan bajos sueldos y precarizan ciudades, campos, y nuestras vidas. La competitividad, nuevamente, nos mete la infelicidad a presión, tal cual metro en hora punta. Y nos enseñan a competir cada vez desde más chiquititos, ya sea diciendo que “no sabemos lo que leemos”, o que tenemos que ir antes al jardín infantil, para escolarizarnos porque “ahí se desarrollan las habilidades más importantes que nos van a servir a los treinta años… y zzzzzz”. Incluso ya nos lanzan un SIMCE en segundo básico. Y los que hablan de la calidad son los mismos: la élite sin diferencias pero con sus peleas históricas de pelucones y pipiolos.
Conservadores usan la estandarización para destruir la educación pública, para presionar a los que siempre han presionado y explotado: los pobres. De pasadita les cargan las culpas de ser pobres porque no se sacan buenos puntajes. Los liberales de la élite, tramposillos ellos, buscan posiciones supuestamente radicales para hablar de mejorar la metodología con la cual oprimir. Así, la élite indiferenciada se busca encerrar con sus tecnócratas a discutir qué número de la calidad será un criterio para “hacer más eficiente” el estado subsidiario, sin cambiar un ápice su carácter opresor de clase. Y todo en nombre de la “calidad”. Precioso concepto con que nos toman del pelo a todos. Conceptos con que crean conflictos artificiales que, aunque parecieran importantes, en realidad son administrables dentro del cauce de las instituciones que mantienen a la educación como una mercancía, y la vida como una competencia, y la sociedad desigual.
La fascinación OCDE con la competitividad le está quitando el tiempo de juego a los niños y niñas, cambiándoselos por competencia escolar, por el mercado de un esfuerzo que no se le exige a los que de verdad puede decidir sobre qué es que se compite: la élite indiferenciada. Esa élite arma estándares sobre lo que ya sabe por defecto de cuna, y después culpa a los demás por no alcanzar sus estándares. Sus estándares de calidad, el precioso concepto con el que se sacan al populacho de encima para ponerlo a escolarizarse desde que tiene tres años. Escolarizarse y estandarizarse. Esto es demencia. Demencia disfrazada de discusión técnica sobre qué ranking de “calidad” va a ser más eficiente. Demencia porque detrás de esta supuesta buena intención de mejorar la calidad, lo que hay es una falta completa de respeto a la infancia, a la capacidad intelectual de quienes no son élite, a la vida misma de “calidad” que se supone que quieren promover. Si no me cree, véalo en usted mismo y su entorno. Vea lo que la demencia de la calidad, vía estandarización, le está haciendo a las escuelas, a los niños que van ahí, a sus profesores. Vea simplemente que tener dos horas menos para jugar es un crimen contra la infancia. Vea que hacer reforzamientos en la jornada escolar completa es simplemente un llamado a la deserción escolar. Y todo eso se hace en nombre de la calidad. Precioso concepto que tiene la élite. Con razón siempre quieren que juguemos en su cancha, y nos preguntan con voz autoritaria “¿y cómo miden la calidad entonces?” Precioso concepto. Precioso oxímoron.
Pero hay alternativas a esta demencia que se ha apoderado de nuestro modelo educativo y de vida. Lo primero es darse cuenta que los estándares de calidad de la élite son innecesarios y dañinos. Son una maldad, así de simple. Enfrentar esa maldad ya se ha hecho, en las calles con organización, exigiendo derechos sociales. La educación como derecho social no es solo la gratuidad y el fin al lucro (que por cierto también se relaciona con la estandarización). La demanda por la educación como derecho puede asumir la búsqueda seria y riesgosa de un modelo que otorgue las condiciones para cumplir y asegurar que se desarrollen principios morales y de socialización al conocimiento acumulado por la humanidad. Estos principios no necesitan estándares. Necesitan democracia para evaluarse en función de cómo sirven a las comunidades para enfrentar problemas concretos. No se evalúan como una medida estandarizada que se dirige desde una oficina burocrática.
Solo liberándonos de las ataduras como éstas, que la élite naturaliza mediante su coerción institucional y cultural, podremos dar rienda suelta a la creatividad que va a permitir crear un proyecto propio de vida comunitaria armónica, en particular en las escuelas. Escapar a los marcos de la élite es difícil. Ustedes ya saben la pregunta: ¿y cómo miden la calidad entonces? Pero acá va una invitación: despreciemos su concepto hoy precioso de calidad, con el que nos oprimen en las escuelas con su estandarización. El mismo con el que le quitan la vida a la infancia y la transforman en escolarización forzada. Por esta vez digamos: ¡Basta! NO MÁS SIMCE.
El conocimiento forma parte del momento teórico de la historia de los conflictos concretos, y el conflicto que tenemos ahora es entre la demencia de la estandarización y la felicidad de la diversidad. Entre la educación como mercancía y la educación como derecho. Si nos atrevemos a enfrentar creativamente una socialización comunitaria y relación con el conocimiento, podemos desarrollar una práctica concreta que supere el nivel declarativo y opresivo de los estándares educativos. Esta práctica está al centro de la constitución de nuestra identidad colectiva, sea subregional, regional o nacional. Esa búsqueda de la identidad es quizá el desafío político más importante para nuestra sociedad en tiempos de globalización, pues implica conocer y reconocer la diversidad como un elemento constitutivo de lo que somos. Y eso está literalmente alejado de las competencias y los estándares. Está alejado de la calidad medida por las varas que nos impone la élite indiferenciada que se va a pelear por quién hace un mejor ranking. Hagamos algo por liberarnos. Y pronto.
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